REVOLVING DOORS
Montse Badia

La disolución entre público y privado, que ya había sido abordada por el ideario del Movimiento Moderno, se hace mucho más evidente ahora cuando en la definición de la noción espacial intervienen las tecnologías de la comunicación y la información.

Introducción

Este texto fue escrito con motivo de la exposición "Revolving Doors" (Puertas Giratorias), una exposición presentada en el año 2001 en Apexart en Nueva York y tres años más tarde en Fundación Telefónica, en Madrid. El título de la exposición evocaba la imagen de la puerta del apartamento parisino en el que Marcel Duchamp (1) vivió entre 1927 y 1942, que, comunicaba el estudio y el dormitorio y el estudio y el baño, de manera que, al abrir una estancia, simultáneamente cerraba otra y viceversa: al abrir la puerta para entrar en la habitación, la puerta cerraba el baño y cuando se entraba en el cuarto de baño, la puerta cerraba el estudio. Marcel Duchamp encargó a un carpintero la construcción de dicha puerta, a partir de sus indicaciones (2). La concepción de esta puerta -giratoria en cierto sentido-, que se vincula tanto a la vida cotidiana de Duchamp como a su discurso artístico, servía para evocar la fluidez y la confusión entre los ámbitos de lo público y lo privado, tema que la exposición se proponía explorar. Siete años después podemos añadir un epílogo a modo de actualización que evidencia la relevancia que el tema sigue teniendo.

Esfera pública y espacio privado

El espacio público ha sido, y todavía es, un reflejo –o una narración, como lo ha definido Walter Grasskamp (3) - de las voluntades políticas, del tejido social, de las dinámicas culturales y del contexto económico, así como de la reorganización y la expansión de nuestras ciudades. En este espacio común, que es lugar de mercado, de afirmación del poder, de manifestaciones políticas y económicas, de conmemoraciones religiosas y de celebración festiva, diferentes realidades y formas de uso diario convergen y se superponen: los cortos desplazamientos de los escolares, las largas distancias del cartero, el deambular del ratero, el trayecto en zigzag del perro y su dueño, las rutas nocturnas por bares y clubes...

En un tiempo definido por el final de las ideologías, al que se une la inhabilidad de los poderes políticos y religiosos para definir la noción de “público”, el espacio público se ha transformado en un ámbito de consumo. Los centros comerciales, en los que la oferta de productos y entretenimiento responde a una promesa de experiencias, se han convertido en los sustitutos del ágora tradicional. Su aparente accesibilidad, con sus bancos, paseos y jardines artificiales, responde en realidad, a una privatización del espacio que establece sus propias reglas de acceso, vigilancia y control.

No es ningún secreto que el motor principal de las transformaciones de las ciudades se realiza a través del desarrollo inmobiliario y del desplazamiento económico. Los centros de las ciudades se transforman cada vez más en centros comerciales y los espacios de comunicación y relación en parques temáticos. El espacio público se rediseña constantemente para facilitar la vigilancia y la expulsión de aquellos ciudadanos que no encajan en los modelos de consumo preestablecidos. No es, por tanto, infrecuente la incorporación de obstáculos arquitectónicos que imposibilitan la utilización de mobiliario urbano para usos personales, como los bancos de las calles, que son progresivamente sustituidos por sillas individuales en las que es imposible tenderse para dormir.

Cuando todos los espacios sociales se han convertido en públicos, la esfera privada se encuentra constantemente bombardeada por una sociabilidad determinada en sus funciones diarias normales. De ser un lugar específico de experiencia democrática, el espacio público ha pasado a ser un lugar de conexión de usos y funciones diferentes. Existe una “convivencia pacífica” de zonas de usos específicos: de trabajo, de ocio, de consumo, de residencia, etc., que nos transforma en transeúntes, con un punto de partida y un destino claros, para los que el espacio público es simplemente un lugar de transición y en el que el “otro”, el desconocido, es considerado como una amenaza. “Una multitud de desconocidos que pasean por las calles, que conversan, que hacen sus compras, que van o vienen del trabajo, aparece unida en la telaraña de la rutina; esta vida en común es inferior a la vida real que acontece dentro de cada una de las personas que componen la muchedumbre” (4). El deambular sin rumbo fijo (los flâneurs del siglo XIX , la experiencia subjetiva del entorno de los surrealistas, la Nadja de Breton, la deriva de los situacionistas o de los protagonistas de las novelas de Paul Auster), creando cartografías personales, en relación a vivencias y experiencias individuales y otorgando al azar un papel relevante, difícilmente encuentra un lugar en nuestros días. Solamente algunas válvulas de escape, absolutamente reguladas y organizadas (rebajas, manifestaciones, desfiles, maratones y otras celebraciones populares) permiten una ruptura, sólo aparente, de la rigidez normativa.

El concepto de esfera pública, una noción más amplia que la de espacio público, va más allá de las distinciones físicas entre los entornos público y privado en el que las actividades y las experiencias de los seres humanos se desarrollan. De acuerdo con el análisis de Oskar Negt (5) y Alexander Kluge (6) (7) , “la esfera pública fluctúa entre ser una fachada de legitimación capaz de desplegarse en diversos lugares y ser un mecanismo de control de la percepción de aquello que es relevante para la sociedad”. En consecuencia, la diferencia entre público y privado es sustituida por la contradicción entre la presión ejercida por los intereses de producción y las necesidades de legitimación.

La disolución entre público y privado, que ya había sido abordada por el ideario del Movimiento Moderno, se hace mucho más evidente ahora cuando en la definición de la noción espacial intervienen las tecnologías de la comunicación y la información. En este contexto, la idea de “lugar” se convierte en un concepto precario y la esfera pública se transforma en un punto de comunicación hecho de imágenes y representaciones, fijados en el tiempo y en el espacio por las pantallas y, cada vez más, relacionados con “lo real” y la vida cotidiana.

“Hemos pasado del espacio público a la imagen pública. La ciudad tradicional siempre se ha organizado en torno a un lugar público, ágora, foro o plaza. A partir del siglo XX, ocupan este lugar las salas de reunión. Pensemos en el papel del cine en la sociedad de hace cuarenta años y en el actual de la televisión. La ciudad primaria es una ciudad en la que predomina el espacio público, es tópica, mientras que desde el siglo XX ya no está vinculada a éste. Pasamos de la ciudad-teatro a la ciudad-cine, y luego a la tele-ciudad. De un espacio tópico hemos pasado a un espacio teletópico en el que el tiempo real de la retransmisión de un acontecimiento se impone al espacio real del propio acontecimiento”. Así trazaba Paul Virilio (8) (9) el retrato perfecto de lo que hoy podemos definir como esfera pública global, determinada por el papel dominante de las tecnologías de la comunicación, que redibuja el sistema de relaciones que conectan la historia de la vida privada a un sistema global de información y reduce aspectos como la localización a un estatus secundario. De una forma parecida, el tiempo cronológico –extensivo, por naturaleza- se transforma en un tiempo intensivo de novedades instantáneas en el que la mirada individual y puntual es más importante que la memoria.

La efectividad de los atentados del 11 de septiembre no sólo fue planeada al detalle en sus consecuencias físicas, políticas y sociológicas, sino también en su impacto mediático. En un timing casi perfecto, los quince minutos que separaron el impacto del primer avión contra la Torre Norte del impacto del segundo avión contra la Torre Sur, permitió que todas las cadenas de televisión del mundo tuvieran tiempo de establecer la conexión para presenciar en riguroso directo el segundo choque y el posterior derrumbamiento. Tras el desconcierto inicial, que se tradujo en la repetición una y otra vez de las imágenes correspondientes al momento de los impactos, el seguimiento de la noticia se centró en la escala individual, en los testimonios de las personas cercanas a las víctimas.

La cobertura mediática de la primera y la segunda guerras del Golfo constituye otro buen ejemplo de este aspecto. Mientras en Kuwait la retransmisión desde el punto de vista de los misiles convertía las pantallas de televisión en una especie de videojuego en el que las víctimas humanas eran invisibles, los reporteros que acompañaban a los soldados en el ataque a Irak, recogían los comentarios de los soldados cuando acertaban o fallaban en sus disparos y lanzamientos y, aunque las víctimas recibían el eufemístico nombre de “daños colaterales”, eran visualizadas como bajas reales, como seres humanos de carne y hueso.

Paralelamente, la progresiva invasión de la vida privada se transforma en una teatralización de la esfera privada, a través de la proliferación de formatos, especialmente televisivos (reality shows, talk shows y recientemente, también algunos concursos y otros híbridos de distintas fórmulas), que exigen que la vida privada se adapte y se someta a la dinámica necesaria para convertirse en producto de espectáculo.

No es, pues, sorprendente, que la privacidad se transforme cada vez más en una garantía de identidad. Sin embargo, una vez superadas las ideas simplificadas sobre la identidad, y la aceptación de ésta como algo múltiple, se constata cómo su autenticidad puede estar igualmente amenazada, desde el momento en que la individualidad se convierte en un fenómeno de masas y la identidad se crea a partir de la identificación con ciertas imágenes y productos. La publicidad ya no vende únicamente productos sino estilos de vida. Compramos perfumes Dona Karan o Calvin Klein no sólo por su aroma, sino también por la imagen de bohemia burguesa, sensual, urbana y dinámica que va asociada a dichos productos.

La explosión de la tecnología ha llevado, en ciertas áreas de la vida pública y privada, a una existencia dual y simultánea, digital y real, a la vez. En este sentido, el espacio de la red aporta un nuevo tipo de ambigüedad, puesto que la actividad en Internet consiste en participantes individuales, en un espacio públicamente accesible, y con el paradójico deseo por el anonimato y la comunicación al mismo tiempo. No es casualidad, que en los chats, la plataforma de comunicación abierta por excelencia, sea frecuente la creación de identidades falsas que responden tanto a una voluntad de protección como de liberación de los complejos personales. Tampoco es extraño, pues, que más del 70 % de los chats en Internet terminen adquiriendo un contenido abiertamente sexual.

En una conferencia en Dia Center for the Arts, en Nueva York, Martha Rosler (10) planteaba algunos de estos interrogantes y contradicciones:

“Si las esferas pública y privada existen sólo en una relación de complementareidad, ¿cómo podemos hablar de esfera privada cuando no se recuerda ya que en el pasado, se esperaba que los miembros de la familia mostraran públicamente un propósito de unidad? Y ¿cómo podemos hablar de esfera pública cuando los informativos, el entretenimiento y la historia son relatados en términos de las vidas de los actuantes y las citas en los shows de máxima audiencia? ¿Cómo podemos hablar de estar en la esfera privada cuando a millones de personas se les dice simultáneamente que deben utilizar supositorios para aliviar las hemorroides? ¿Cómo se puede hablar de estar en la esfera pública cuando la mayor parte de la audiencia es ajena a esta simultaneidad, haga o no el mensaje referencia a ellos? ¿Cómo se puede hablar de esfera pública cuando los diagramas esquemáticos de la operación del pene y la parte baja de los intestinos del presidente aparecen de manera prominente en los medios de comunicación? Asimismo, ¿cómo podemos hablar de esfera pública cuando el concepto de privacidad, violado por estos ejemplos, ha sido desde hace mucho tiempo borrado por el aparente deseo de aparecer en televisión y, en consecuencia, ser inscrito en la historia? ¿Cómo se puede hablar de esfera pública cuando las reglas del comportamiento civil –personal, moral y legal– son suspendidas para las celebridades? Asimismo, ¿cómo se puede hablar de estar en la esfera pública cuando se ha convertido en imposible el retar y criticar a los representantes del Estado, con la excepción de los más restringidos términos circunscritos a una estúpida corrección? Finalmente ¿cómo se puede hablar de esfera privada, cómo se puede hablar de esfera pública cuando la imagen de un terrorista, el espantoso espectro de la muerte, de lo privado o igualmente de lo público, es puesta junto a mi familia en la mesa de la cena?”

Evidentemente cuando Martha Rosler pronunció estas palabras, en 1987, no podía ni imaginarse que hacer públicos los detalles de la operación del pene del presidente Roland Reagan era todavía un tímido acto de intromisión en la intimidad de las personas, al margen de su cargo público, en comparación con el caso Lewinsky, en el que hasta los más íntimos detalles de la relación entre Bill Clinton y Mónica Lewinsky fueron presentados, divulgados, consumidos y paladeados en público a través de los medios de comunicación e íntegramente transcritos y publicados en Internet.

Igualmente, no deja de sorprender el actual grado de cinismo y la indiferencia con la que los responsables de la Guerra contra Irak han aceptado que los motivos que dieron en su momento (la eliminación de armas de destrucción masiva en poder de Sadam) no respondían a la realidad; o la doble moral que censura las imágenes de soldados americanos muertos o torturados, pero no la exposición obscena de los cadáveres de los hijos de Sadam, o los políticos que se niegan a dimitir aunque sea evidente que su ética y moral son más que cuestionables.

Vivimos en un presente mediatizado en el que cada día desayunamos, comemos y cenamos con este telón de fondo de noticias a medias que funcionan desde su vertiente de impacto, pero también de rumor, de murmullo enrarecido cuya autenticidad resulta difícil de rastrear.

A modo de epílogo y actualización

En siete años, la ambigüedad entre las fronteras entre lo público y lo privado se ha convertido en una zona totalmente difuminada en la que lo segundo ya no existe sin lo primero. Los medios de comunicación, los reality shows televisivos, Internet y las redes sociales han barrido estas fronteras y la privacidad, el reducto que conservamos para nosotros y los seres más allegados, se ha visto minimizado a una parcela muy reducida. Una vez introducimos nuestros datos personales en la red, dejamos de controlarlos. La protección de datos es una garantía relativa. En Twitter y Facebook compartimos informaciones muy personales, dónde estamos, con quién, qué hacemos, nuestros gustos, nuestras fotografías pueden ser etiquetadas... A partir de la persecución a Wikileaks en Estados Unidos hemos visto cómo en determinadas legislaciones es posible exigir a las autoridades los datos y movimientos personales almacenados en estas redes y, en principio, de uso no totalmente público. El interés puede ser no sólo comercial (eso ya lo sabíamos), sino también policial.


Teléfonos móviles y tarjetas de crédito nos convierten en absolutamente localizables y controlables, de manera que cualquier día de nuestra biografía puede ser reconstruido (y quizás utilizado en nuestra contra).

En Internet, Google Analytics, una herramienta nacida con la voluntad de ofrecer elementos de análisis sobre el acceso a las páginas Web (quién las visita, desde dónde, cuándo se conecta, durante cuánto tiempo...) acaba de ser prohibida en Alemania por considerarse que aporta demasiada información de carácter privado.

¿Qué es público? ¿Qué es secreto? ¿Qué cuentan los gobiernos? ¿Qué comunican los medios de comunicación? ¿Qué se oculta? ¿Qué intereses hay detrás? ¿Qué pasa cuando mediante Internet los emisores se multiplican y cuesta más canalizarlos? Mientras completo estas líneas Wikileaks está en el punto de mira de las autoridades norteamericanas. Con sus procedimientos de periodismo de investigación y pseudo-hacker, Wikileaks, con su cabeza visible, Julian Assange, proclama la transparencia y el derecho ciudadano a conocer las actuaciones políticas y gubernamentales. Reclama la transparencia tan anunciada por las instituciones y tan mediatizada. Wikileaks ha puesto en jake el sistema al filtrar y mostrar públicamente aquello que era privado, o mejor, secreto.

No es casualidad, como en el caso Clinton-Lebinsky, que el motivo de los problemas judiciales actuales de Julian Assange, no sea su labor al frente de Wikileaks, sino un tema de relaciones sexuales no consentidas. De nuevo, lo más privado aparece en primer plano quizás para apartar la atención de aquello que no parece oportuno mostrar públicamente, no por su privacidad, sino por su confidencialidad. Sin duda, este caso es bien representativo de la relación que se establece entre lo público y lo privado en el momento actual: los límites se confunden totalmente, la privacidad es tan relativa que casi deja de existir, todo es susceptible de ser público y, lo más preocupante, para ser utilizado en nuestra contra.

Las siguientes referencias son propuestas por la autora: 2-3-4-7-8


© 2011 UNIVERSIDAD NACIONAL DE TRES DE FEBRERO - Todos los derechos reservados