WE CAN DO IT! WHO ARE WE?
Mónica Eraso

1. Desplazando diosas

Cuando me propusieron escribir para este número monográfico de la revista con el tema de lo público y lo privado desde el feminismo, lo primero que pensé en relatar -una idea no muy original, pero bien asentada en mis propias narraciones- fue la épica historia de cómo las mujeres fueron conquistando poco a poco el espacio público, primero a partir del derecho al voto conseguido por las sufragistas a comienzos del siglo XX en algunos países como Australia, a mediados de siglo en otros casos como Argentina y Colombia y hace muy poco en algunos otros países como Afganistan y Kuwait, para luego continuar el relato con los logros del feminismo de segunda ola en los años 70 que con el lema “Lo personal es político” cuestionaron la división entre lo público y lo privado, haciendo más que evidente que la ecuación trabajo=público, doméstico=privado, no era una simple organización de los espacios o una inocente división entre trabajo y vida. Estos cuestionamientos habilitaron nuevas formas de hacer política e hicieron evidente el giro biopolítico del capitalismo contemporáneo.
Sin embargo, volver a contar esta historia sería seguir subrayando la versión del feminismo blanco, heterosexual y de clase media, es decir, el feminismo localizado en el Norte global.

La experiencia de las mujeres de este grupo social singular se ha universalizado dentro de las narrativas hegemónicas como la única experiencia del feminismo. Lo que me interesa contar acá es cómo esta idea de unidad del feminismo y de “la mujer” como sujeto político del mismo empieza a ser cuestionado por una variedad de feminismos disidentes, que van desde el feminismo negro y chicano, hasta el feminismo queer y postcolonial, pasando por el feminismo lesbiano y afrocaribeño. Estos feminismos otros, hicieron evidente que la clase, la raza y la orientación sexual, eran elementos que jugaban un rol tan significativo en la asignación del lugar que a uno “le corresponde” en la sociedad como el género y que dependiendo del contexto, estos entrecruzamientos operan de maneras distintas. Sueli Carneiro (1) lo explica de la siguiente manera: “Cuando hablamos del mito de la fragilidad femenina que justificó históricamente la protección paternalista de los hombres sobre las mujeres, ¿de qué mujeres se está hablando? Nosotras -las mujeres negras- formamos parte de un contingente de mujeres, probablemente mayoritario, que nunca reconocieron en sí mismas este mito, porque nunca fueron tratadas como frágiles. Somos parte de un contingente de mujeres que trabajaron durante siglos como esclavas labrando la tierra o en las calles como vendedoras o prostitutas. Mujeres que no entendían nada cuando las feministas decían que las mujeres debían ganar las calles y trabajar. Somos parte de un contingente de mujeres con identidad de objeto. Ayer, al servicio de frágiles señoritas y de nobles señores tarados. Hoy, empleadas domésticas de las mujeres liberadas. Por lo tanto, para nosotras se impone una perspectiva feminista donde el género sea una variable teórica más que ‘no puede ser separada de otros ejes de opresión’ y que no ‘es posible de único análisis. Si el feminismo debe liberar a las mujeres, debe enfrentar virtualmente todas las formas de opresión’. Desde este punto de vista se podría decir que un feminismo negro, construido en el contexto de sociedades multirraciales, pluriculturales y racistas- como son las sociedades latinoamericanas- tiene como principal eje articulador al racismo y su impacto sobre las relaciones de género dado que él determina la propia jerarquía de género de nuestras sociedades”. (2)

Cuestionar la historia triunfalista del feminismo hegemónico, ahora institucionalizado estatalmente o enarbolado por políticas culturales que lo definen como una vanguardia artística, me parece importante en un contexto como el actual, en donde este feminismo aséptico, blanco y reluciente corre el peligro de convertirse en un nuevo arma de los países imperialistas para interferir en territorios que argumentan como menos “civilizados” por no tener a Rosie the Riveters (3) (4) elegantemente deambulando por las calles. Lo que se oculta bajo esta “reivindicación feminista” es que son estos mismos países los que explotan la mano de obra de mujeres del tercer mundo (5) para mantener saludables sus emporios transnacionales.

2. Mujeres del Tercer Mundo

En 1980, en la galería feminista A.I.R (Artists in Residence) (6) se presenta la exposición Dialectics of Isolation: Women of the Third World curada por Ana Mendieta (7) y Kazuko Miyamoto (8). En el catálogo de la exposición Mendieta se pregunta: “¿Nosotras existimos? Cuestionar nuestras culturas es cuestionar nuestra propia existencia, nuestra realidad humana. Confrontar este hecho significa tomar conciencia de nosotras mismas. Esto se convierte en una búsqueda, un cuestionamiento de quiénes somos y de lo que podemos llegar a ser. Durante los 60, las mujeres de los Estados Unidos se politizaron y se unieron en el Movimiento Feminista con el propósito de terminar con la dominación y la explotación de la cultura masculina blanca, pero se olvidaron de nosotras. El feminismo americano, tal y como se presenta, es básicamente un movimiento de clase media blanca. Como mujeres no-blancas nuestras luchas están en dos frentes. Esta exposición no señala tanto hacia la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha sabido darnos cabida, sino que indica sobre todo una voluntad personal de continuar siendo ´otras`.”. (9)
Llama la atención el uso del concepto “mujeres del tercer mundo”, dado que las artistas incluidas en la exposición son todas portadoras de pasaporte norteamericano: encontramos artistas afroamericanas, chicanas, asiático-americanas y latinas residentes en Estados Unidos.

En este sentido, el uso de un concepto geográficamente erróneo, si se lee desde la óptica de la geopolítica tradicional, da cuenta de un uso estratégico del término, para señalar que no existen un Primer y Tercer Mundo como lugares evidentemente separados y que en todo caso las desigualdades están distribuidas globalmente y responden (con concentraciones diferentes en distintos lugares) a los mencionados cruces de raza, clase, orientación sexual y género. Con este señalamiento, Mendieta y Miyamoto sitúan al Tercer Mundo en Nueva York de comienzos de los años 80.

La exposición Dialectics of Isolation, que se puede leer como una muestra pionera del feminismo poscolonial, no se puede entender por fuera de una serie de textos (10)  y eventos que se estaban gestando en la época y que hacían énfasis en la necesidad de pensar otros feminismos y crear nuevas alianzas políticas entre los sujetos excluidos del feminismo hegemónico, esos a los que Virgine Despentes (11) denominó “el proletariado del feminismo”. (12)

La irrupción de “las otras” del feminismo, ennegrecía todos los espacios del movimiento de arte feminista en Estados Unidos. En 1979, respondiendo a los cuestionamientos sobre el racismo al interior del movimiento, la revista feminista Heresies lanza un número llamado “Mujeres del tercer mundo, la política de ser otras”. (13)

Esta edición especial de la revista que sirvió como base para la exposición Dialectics of Isolation explica de manera clara y contundente, las alianzas creadas entre “mujeres del tercer mundo” cuestionando a la vez los conceptos con los que se pensaba el mundo durante la Guerra Fría -y que en buena medida siguen vigentes hasta hoy- y el racismo al interior del movimiento feminista.

En la nota editorial colectiva escriben: “Describir quiénes somos es emocionante. Somos pintoras, poetas, educadoras, artistas multi-media, estudiantes, constructoras de barcos, escultoras, dramaturgas, artesanas, esposas, mamás y lesbianas. Al principio éramos asiático-americanas, negras, jamaiquinas, ecuatorianas, indias (de Nueva Delhi) y chicanas…..Somos todo esto y es extremadamente difícil de definir. La frase “Tercer Mundo” tiene sus raíces en las políticas económicas de la ONU después de la Segunda Guerra Mundial, pero hoy en día es un eufemismo. Lo usamos sabiendo que lo que el término realmente implica es gente de color, no-blancos y sobre todo “otros”. Las mujeres del Tercer Mundo son el otro de la mayoría y de la clase que está en el poder, tenemos preocupaciones otras que las de las feministas blancas, las de los artistas blancos y las de los hombres”. (14)
Sus preocupaciones, como queda claro en la declaración de Carneiro al comienzo de este texto, no responden de manera clara a la dialéctica espacio doméstico/espacio público por la que se preocupaban la mayoría de las feministas blancas. Por un lado, porque las mujeres negras estaban ligadas al trabajo desde tiempo de la esclavitud y tanto ellas como las demás mujeres “de color” -chicanas, latinas y asiática- pertenecían en virtud de su condición tanto racial como de inmigrantes de primera, segunda o tercera generación en Estados Unidos a la clase trabajadora desde hacía mucho tiempo. Y, por otro lado, porque en muchos casos las mujeres de color trabajaban precisamente en el espacio doméstico para patronas blancas.

En este sentido, Angela Davis apunta que "Las mujeres blancas, incluidas las feministas, han mostrado un rechazo histórico a reconocer las luchas de las empleadas del hogar...La conveniente omisión, pasada y presente, de los problemas de las trabajadoras domésticas en los programas de las feministas de ‘clase media’ a menudo se ha revelado como una justificación velada, al menos por parte de las mujeres adineradas, de la explotación a la que ellas mismas someten a sus criadas”. (15)
Es por eso que en 1981 las “mujeres de color” fundan Kitchen´s Table, Women of Color´s Press (16), en donde publican sus propios textos, esos que no publicarían las editoriales de hombres blancos, pero tampoco las de las feministas blancas, explicando su relación con la cocina y con el trabajo doméstico de la siguiente manera: “Escogimos la cocina porque es el centro del hogar…también queríamos transmitir que somos una mesa de cocina, el lugar de operaciones de base mantenida por mujeres que no pueden vivir a cuenta de herencias u otros privilegios de clase para hacer el trabajo que necesitan hacer”. (17)

La cocina, propia o ajena, es tomada como lugar de enunciación para romper de modo colectivo el silencio que supuestamente debían mantener. Es a la manera de la Semiótica de la cocina de Martha Rosler (18), una toma de las armas y de los espacios de dominación para hacer tambalear -desde un rincón de la casa-  teorías y movimientos emancipatorios que parecían no advertir su presencia. Sin embargo, de nuevo acá hay que matizar: trabajar en el espacio doméstico propio es muy distinto a realizar el trabajo asalariado en un espacio doméstico ajeno. Esta situación, en la que se superponen el espacio privado con el ámbito laboral es lo que hace tan difícil a sus trabajadoras sindicalizarse.

Heredera del empoderamiento subversivo del feminismo negro, la artista colombiana Liliana Angulo (19) trata sobre los diferentes clichés que sobre los negros y especialmente sobre las mujeres negras se tienen en Colombia. Estos no son meros estereotipos ni operan solamente en el plano de la representación sino que se materializan en las vidas de muchas personas, reforzando la idea del supuesto lugar que a cada uno le corresponde. El trabajo de Angulo pone de manifiesto que para muchas mujeres que emigran desde las provincias hacia las grandes ciudades en Colombia, una de las pocas opciones laborales que la gran ciudad tiene para ofrecerles es la de empleada doméstica. Angulo encarna y pide a familiares que encarnen también este papel asignado para subvertir la supuesta pasividad y servilismo de la matrona negra que se retrata en imágenes como las de la etiqueta de Aunt Jemima (20), y nos devuelve una mirada furiosa, activa, plenamente consciente de la representación que lleva a cuestas y que sin embargo se resiste a reproducir (21). De nuevo lanza una mirada que desde la cocina dinamita el mundo y le añade capas de complejidad a la política de la vida cotidiana.

Estas experiencias personales de mujeres que no se suponía debían ser sujetos de enunciación cuestionan profundamente la unidad del sujeto mujer por el que se suponía hablaba el feminismo de los 70. Su crítica, si bien se dinamita “la mujer” como sujeto del feminismo, abre caminos para nuevas alianzas, con otros sujetos fragmentarios, que como la multitud de Michael Hardt (22) y Antonio Negri (23), no necesitan una bandera identitaria para encontrar puntos de lucha en común.

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