El espacio de la obra será, siguiendo este pensamiento, una manifestación de deseo. Deseo de permanencia, de movimiento, conexión o separación, ya que el impulso que genera cualquier acción artística, no sólo el gesto pictórico, proviene necesariamente de un movimiento.
Interdisciplinariamente, ganar capacidad en el campo visual es aprender a recuperar en la imagen ese deseo de movimiento.
Análogamente, el pentagrama como registro en imagen de un arte temporal, puede describirse como dibujo-plasmación del movimiento-deseo del autor. Por esta razón, no podría pensarse a la interpretación sino como la recuperación de un espacio de relaciones, donde cada elemento cumple una función concreta dentro de la estructura-organismo que es la obra. Si no se logran recuperar estas relaciones espacialmente, la lectura de la obra se des-integra en un acto de decodificación sígnica. Definitivamente aquí no hay lenguaje.
Según esta idea, el músico que suena una partitura es, dentro de un proceso interpretativo, un agente creador. Éste, claro está, se comunica primariamente a través del sonido, desplegando su accionar en dos caras de un mismo fenómeno: por un lado, trocando la partitura por sonido, sonando cada uno de los elementos dispuestos en una grafía determinada por el compositor. Al mismo tiempo, como resultado de un proceso hermenéutico que le es inherente, el intérprete re-crea aquél símbolo matriz que el compositor plasmó en papel como hecho sígnico.
Si nos desprendemos de cualquier prejuicio de mimesis y nos inclinamos a pensar que la labor de un intérprete no debe, ni debería, quedar acotada al de un mero copiador, podremos pautarlo como un “poieta”, creador por derecho propio entonces de un evento sonoro con cierta autonomía. Ahora bien, es de esperar que la resultante de la interpretación guarde una estrecha relación con el original, razón por la cual nos es dado en llamar a este agente el co-creador del entramado simbólico que implica todo ámbito de producción artística.
De indagar más específicamente en la problemática de la lectura como acto a la vez poiético que comunicacional y cognoscitivo, resulta la característica fundamental de lo que llamamos una partitura: la de ser, ante todo, un texto a ser leído.
Si libráramos la lectura a la voluntad de un código, como exterioridad, la partitura se convertiría sencillamente en un mero conjunto portador de signos, con lo cual toda discusión sobre interpretación quedaría inmediatamente cerrada. Sin embargo, en este punto, deudores de la función estética de un mensaje, deberemos plantear más bien la posibilidad de un verdadero sistema de relaciones, no ya de un repertorio acotado de signos, y establecerlo de este modo como una lógica interna de interpretación.
Retomando la mención de sistema como organismo, podemos reafirmar desde una nueva perspectiva, que éste posee una estructura, una dinámica y una temporalidad que le son propias, inherentes, y que hacen a su funcionamiento vital definiendo su identidad particular. Con lo cual, no traza, ni lo pretende, ya parámetros en busca de univocidad, sino que por el contrario, diseña ciertos mapas de lectura. Estos surgirán de una asimilación consciente y orgánica de la obra en cuestión, y sus índices serán precisamente todas las “relaciones entre” que en ella se plasmen. De este modo, la partitura devendrá en mapa de un territorio sonoro a explorar: la obra, que en su esfera sígnica, no es sino una manifestación espacial, o mejor dicho, un territorio demarcado por relaciones espaciales entre signos.
Dicho esto, podríamos concluir entonces que esas figuras que se nos presentan en una partitura son algo más que una serie lineal e indiscriminada de indicaciones de tiempo, altura, matices, etc. Por el contrario, cada situación sonora es un espacio diferenciado. Así, un músico es ante todo un creador de espacios, o bien un intérprete -re-creador- de los espacios sonoros del autor. El intérprete musical tiene la responsabilidad de que su ojo que lee música sea un ojo que lea relieves, y que, encadenando los signos que ve en la partitura, perciba un contenido, y sea justamente ese contenido el que se manifieste sensiblemente.
Cabe agregar que el análisis realizado funciona como modelo a escala de las problemáticas planteadas inicialmente, no pretendiendo agotar la gama de posibles campos de aplicación, así como de enfoques disciplinarios. Asimismo, la temática interdisciplinaria trasciende, a la vez que integra, aquello que en la especificidad de los campos se considera obstáculo propio, y tiende a constituir y promover un pensamiento artístico que en su actitud hacia la integración de conocimientos muestre una coherencia entre producción, teorización y formación.
En tanto artistas y formadores de artistas, diríamos entonces que la esencia de este pensamiento radica justamente en entrenar la capacidad de resolver las problemáticas propias análogamente, y que esta actitud hacia la comprensión del lenguaje y del hecho artístico-comunicacional como una totalidad, facilitaría no solamente el acercamiento entre áreas en los casos de las producciones que lo requieran, sino que además, propondría como actitud artística, un modelo de resolución y profundización en el entendimiento de los lenguajes específicos.
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