Img de fondo: Jeff Koons, Michael Jackson and Bubbles, 1988. Ver fuente.
1. Íncipit
Buena parte de la discursividad en torno al arte parece estar signada por la categoría estructural de lo previsible, letanías, más o menos fastidiosas, acerca de la estupidez, el sinsentido, la futilidad, la superficialidad o la banalidad del arte contemporáneo. El problema radica en que el discurso crítico no hace más que duplicar, en el terreno de la escritura, precisamente aquello de lo que se lamenta incansablemente. Es decir, la banalidad del arte no hace más que reflejarse en la reflexión de la crítica, devolviéndonos su imagen redoblada, ahora, en la especulación bienpensante de las buenas conciencias. Me parece que es hora de preocuparnos y ocuparnos, como teóricos, no sólo del complot del arte sino del complot de la teoría, la cual, salvo honrosas excepciones, es incapaz de decir algo medianamente interesante a propósito de prácticamente nada sucedido después de las vanguardias. La previsibilidad del rechazo a lo banal se ha convertido en la forma políticamente correcta de la crítica cultural, una zona de comodidad para el nuevo pensamiento decimonónico del siglo veintiuno.
Me pregunto si no sería posible apropiarse de algunas valoraciones negativas que pululan en la doxología académica, convirtiéndolas en herramientas de análisis sui generis para abordar los apasionantes derroteros del arte reciente. Quizás, sea posible decir algo acerca de la estupidez que no suene estúpido, apreciar la vacuidad del arte actual sin reducirla al binomio de lo verdadero y de lo falso, aproximarnos a la futilidad del objeto artístico desde un principio de delicadeza que, finalmente, le hiciera justicia, deslizarnos sobre las superficies sin añorar, melancólicamente, alturas ni profundidades, coquetear con la banalidad de las imágenes, más que, indignados, voltear nuestra mirada en un gesto cuya pomposidad no podría dejar de producir un efecto de humor involuntario. En definitiva, trazar el espacio de una erótica de la banalidad, discursividad que -contra todos los pronósticos- intentará no enmudecer ante el anonadamiento del vacío, tensando la paradoja barthesiana de un decir acerca del “nada que decir”.
La banalidad es, creo yo, la parte maldita de la discursividad universitaria, el tabú innombrable, lo no-dicho de toda palabrería que aspire a la claridad, a la rigurosidad, a la cientificidad y al reconocimiento de los pares académicos. En este sentido, el intento de convertir a lo banal en objeto de investigación, parece, a primera vista, un proyecto teórico condenado al fracaso. Algo así como el estudio de los objetos curvos, al que dedicó su vida el profesor Mondrian Kilroy (1), el estudio de la banalidad podría producir investigaciones “exageradamente laterales” (signifique lo que signifique tal expresión). Sin embargo, estoy convencido del valor crítico de esta noción y de la constelación conceptual en la que se inscribe, siempre y cuando nos acerquemos a ellas no desde el sentido común entendido como buen sentido, sino desde otro lugar, signado por la impronta disruptiva del pensamiento post-estructuralista. Las notas que siguen persiguen un efecto anfibológico, es decir, intentan generar un espacio de duplicidad, de doble sentido: escuchemos algunos epítetos de grueso calibre -estúpido, falso, superficial, risible, banal-, monedas corrientes en las diatribas contra el arte contemporáneo, e intentemos oír, al mismo tiempo, otra cosa, la otra cara de la moneda.
2. Estupidez
Uno de los aspectos más enigmáticos del arte contemporáneo es su estupidez. Un punto de partida, sugerido por los análisis de Foucault (2), Deleuze (3), Barthes (4), Bataille (5), Rosset (6) y Baudrillard (7), consiste en evitar oponer la estupidez a la inteligencia. La inteligencia no puede dar cuenta de la estupidez. Establecida a partir de un pensamiento categorial, la inteligencia sólo se ocupa del error, es decir, de la incorrecta aplicación de las categorías en el teatro del pensamiento. La estupidez queda, de esta forma, excluida del trabajo del concepto, invisibilizada en el plano de inmanencia de la inteligencia. Rechazo silencioso de la estupidez, imposibilidad de abordarla desde un pensamiento categorial que funciona en el espacio de lo verdadero y de lo falso. Deleuze nos dirá, en Diferencia y Repetición, que la pregunta, jamás formulada por la filosofía, es esta: “¿cómo es posible la necedad (y no el error)?” (8) La estupidez, la necedad, son lo no-pensado del pensamiento, su parte maldita, su dimensión heterológica. La palabra idiota recoge este sentido, es, al decir de Rosset, aquello “simple, particular, único” (9), incapaz de reflejarse en el espejo de la inteligencia, de duplicarse en el espacio de lo categorial. La estupidez carece de doble en el espacio especulativo, como un vampiro, no conoce el estadio del espejo. Impotencia de la inteligencia, en un gesto desesperado, no hará más que reducir, tramposamente, la idiocia de la estupidez al error, a la falsedad, condenándola sin siquiera haberla visto directamente a los ojos.
Pero ése, afortunadamente, no es el único camino. Obviamente, no podemos “problematizar” -palabra de moda- la necedad, no podemos meterla en cintura a partir de un conjunto de prácticas discursivas y no discursivas que la harían entrar al juego de lo verdadero y de lo falso y la conformarían como objeto de pensamiento (Foucault dixit). Sin embargo, ante la imposibilidad, señalada también por Barthes, de descomponer científicamente la estupidez, Foucault concibió la posibilidad de pensar un pensamiento “acategórico”, un no-saber en el sentido batailleano, que estaría en condiciones de sumergirse en la estupidez e, intempestivamente, emerger de ella. La fascinación será el estado de ánimo idóneo a la hora de clavar nuestra mirada en la inasible estupidez, quizás en ésto pensaba Baudrillard cuando asumió ante los fenómenos extremos -y la desaparición de la inteligencia en la estupidez es, sin duda, un fenómeno extremo- lo que él llamaba “una nueva forma de bestialidad intelectual” (10).
La estupidez del arte contemporáneo inaugura, finalmente, la emergencia de un pensamiento radical, salvaje, no sujeto a la gravitación tiránica de las categorías, tal vez por ésta y otras razones, no exista nada más antagónico a la historia del arte, anclada todavía en las categorías estéticas, que los estudios visuales, entendidos como el marginal intento de escapar de la rancia coagulación del sentido en los saberes disciplinarios. Ahora bien, les decía, no deberíamos condenar la estupidez del arte contemporáneo sino, más bien, celebrarla con una sonrisa, asumirla como un desafío, porque como decía un viejo poeta citado por un viejo filósofo, en aquello donde hay peligro también se encuentra lo que nos salva. La estupidez, peligrosa por cierto, nos salva de nuestra propia inteligencia. Quiero terminar esta nota con una cita de Foucault que ilustra, de manera casi poética, este coqueteo con la estupidez, convertida en una suerte de musa inspiradora, de fascinante ninfa erótica: “La estupidez se contempla: hundimos en ella la mirada, nos dejamos fascinar, ella nos conduce con dulzura, la mimamos al abandonarnos a ella; sobre su fluidez sin forma tomamos apoyo; acechamos el primer sobresalto de la imperceptible diferencia, y, con la mirada vacía, espiamos sin febrilidad el retorno de la luz. Decimos no al error y lo tachamos; decimos sí a la estupidez, la vemos, la respetamos y, dulcemente, apelamos a la total inmersión.” (11)
3. Sinsentido
Buena parte del arte contemporáneo opera una perversión del sentido. El sinsentido de su superficie y el sentido que se desliza sobre ella, producen, a veces, que se lo tache, un poco a la ligera, de falso. Sin embargo, nunca ha sido un problema de falsedad. Deleuze se preguntaba -sin retórica, incisivamente- “¿para qué serviría elevarse de la esfera de lo verdadero a la del sentido si fuera para encontrar entre el sentido y el sinsentido una relación análoga a la de lo verdadero y de lo falso?” (12). Es decir, lo verdadero y lo falso son asunto de designación, ajenos a la dimensión del sentido, es más, una proposición falsa no deja de tener sentido y, como contrapartida, el sinsentido no puede ser ni verdadero ni falso. No quiero reducir el problema a un juego de palabras, sólo quisiera enfatizar la inconmensurabilidad entre la inteligencia y la estupidez y, por otra parte, evitar que el sinsentido, un efecto no pocas veces asociado a la necedad, caiga en las garras tiránicas del binomio verdad/falsedad. El sinsentido no es falso ni verdadero, establece con el sentido una especie de sinergia, no es su opuesto, es uno de sus efectos más afortunados. El sinsentido no será, entonces, una carencia de sentido, sino todo lo contrario, una suerte de explosión, de exceso que, paradójicamente, no exenta al sentido de sí mismo.
Entonces, no es el arte contemporáneo el que carece de sentido, sino las voces que se alzan indignadas ante su sinsentido. El sentido de una proposición, escribía Deleuze -y creo que podríamos decir lo mismo acerca del sentido de las unidades de percepción del arte contemporáneo-, “no es más que el interés que suscita” (13). Es decir, no es el sinsentido del arte el que está privado de sentido, es la propia teoría, en su ultrajante previsibilidad descerebrada, la que carece de todo interés, de todo sentido. Veamos cómo Deleuze desarma de un plumazo -en uno de los pasajes más cáusticos de la historia de la filosofía y en un puñado de líneas hilarantes- la solemnidad de lo verdadero y de lo falso sustituyéndola por la novedad del sentido: “Podemos pasarnos horas escuchando a alguien sin encontrar nada que despierte el más mínimo interés... Por eso es tan difícil discutir, por eso jamás hay ocasión de discutir. No vamos a decirle a cualquiera: ‘Lo que dices no tiene ningún interés’. Podemos decirle: ‘Es falso’. Pero nunca se trata de que sea falso, simplemente es estúpido o carece de importancia. Ya se ha dicho mil veces. Las nociones de importancia, de necesidad, de interés, son infinitamente más decisivas que la noción de verdad. No porque ocupen su lugar sino porque miden la verdad de lo que decimos.” (14)
Baudrillard solía decir que todos tenemos ideas, todos tenemos, parafraseando a Deleuze, nuestras inocuas verdades poco interesantes, las opiniones, como reza sabiamente el dicho popular, son como los traseros, lo relevante, lo que tendría sentido, sería una hipótesis soberana, expresada en la singularidad poética del análisis. “Una forma feliz y una inteligencia sin esperanza” (15) , quizás, esta sea la definición más tajante de un pensamiento radical, acategórico: liberado del yugo de lo verdadero y de lo falso -la miserable objetividad crítica de las ideas- pero jamás de una donación de sentido -la escritura-.
4. Superficialidad
Se dice -a modo de insulto, reclamo, majadería o provocación- que el arte contemporáneo, desde el pop hasta la fecha, es superficial. No deja de desconcertarme esta caída en la ignominia de las superficies, en la medida en que ellas son el lugar privilegiado del sentido. De hecho, cualquier intento de inscripción, de producción de sentido, no podría obviar la superficie. El sentido, según Deleuze, “no pertenece a ninguna altura, ni está en ninguna profundidad, sino que es efecto de superficie, inseparable de la superficie como de su propia dimensión.” (16)
Entonces, intentar abolir la superficialidad del arte actual, mediante alguna prestidigitación teórica o pensamiento mágico, no haría más que condenarnos al silencio; tal vez este rechazo, en el ámbito de la teoría, tenga que ver con su carácter refractario a la interpretación, acostumbrada a proyectarse, desde tiempos inmemoriales, hacia las alturas o las profundidades. Sin embargo, para disgusto, desvelo y escarnio de los hermeneutas, el post-estructuralismo no ha cesado de repetirnos piadosamente que, cuando nos enfrentamos a las superficies, no hay nada que interpretar, pero mucho que experimentar. La teoría post-estructuralista es, a diferencia de los mariposeos circulares de la hermenéutica, un arte brutal y salvaje de las superficies. Me explico, las superficies representan una exterioridad imposible de subsumir en la interioridad del teatro del pensamiento, acontecimientos y singularidades que tienen que ver, en cierta forma, con lo que Foucault llamó, en su ensayo sobre Blanchot (17), el pensamiento del afuera. Apertura del pensamiento hacia una exterioridad en la que se abisma, sin el solaz de una confirmación interior. Por esta razón, acaso, el vértigo de las apariencias escandalice a las buenas conciencias.
El pensamiento, enfrentado a las superficies, parece no hacer más que repetir la tragedia delirante del panóptico, concibiéndolas a partir de un interior al que penetrar endoscópicamente, envoltorios que hay que desenvolver para acceder, finalmente, a una realidad que se devela, desnuda, ante nuestra mirada. En fin, alétheia (18), entendida como desocultamiento, como verdad. En cambio, el sentido que recorre las superficies no está sujeto a una alétheia sino a una epipháneia (19), es decir, a una acción de mostrarse, un aparecer, un brillo súbito, un destello flotante. Barthes confronta, de este modo, al panóptico con el panorama, vinculando a este último a “un mundo sin interior: dice que el mundo no es más que superficies, volúmenes, planos, y no profundidad: nada más que una extensión, una epifanía (epipháneia = superficie).” (20)
Recordarán una de las secuencias más patafísicas de The Simpsons Movie, Homero, la figura mediática más entrañable del estúpido irredento, experimenta una epifanía que cambiará radicalmente el curso de su vida, me parece que deberíamos, en la medida de nuestras posibilidades, intentar seguir su ejemplo a la hora de enfrentarnos al “panorama” del arte actual, a sus apariencias sin profundidad y a sus superficies plagadas de sentido. Buscar, siguiendo los pasos de Homero y de Baudrillard, “una vista despejada, o la incertidumbre definitiva del pensamiento”. Perseguir el “D’oh!” de Homero o, en el discurso un poco más articulado de Baudrillard, “encontrar el irreductible punto ciego, tangencial, potencial, de reversión de todos los sistemas. Y para ello: que el propio análisis se convierta en objeto, objeto material, acontecimiento material del lenguaje, y que lo haga irónicamente.” (21) A la luz de este profético aforismo baudrillardiano, no debería extrañarnos que la interjección de Homero encuentre morada, desde el 2001, en las páginas del Oxford English Dictionary, no olvidemos que de la epifánica interjección de Homero al neologismo afortunado no hay más que un paso.
5. Risible
Ciertas formas felices de la representación contemporánea producen una experiencia singular, más concretamente, una experiencia de lo singular: la risa. Si lo trágico suele vincularse a la experiencia del aburrimento, donde, como señala Rosset, el saber está estrechamente ligado a la tristeza (22), lo cómico parece evocar, en cambio, una experiencia diferente, o mejor, una experiencia de la diferencia presente en lo risible. La tristeza resulta ser bastante predecible, al contrario, la alegría reviste cierto grado de imprevisibilidad, de incertidumbre. Así es como Bataille aborda el problema de la risa, la aparición intempestiva de lo incognoscible, experiencia festiva de lo heterológico. “Lo risible podría ser simplemente lo incognoscible. Dicho de otro modo, el carácter desconocido de lo risible no sería accidental, sino esencial. Reímos, no por una razón que no llegaremos a conocer por falta de información o por falta de suficiente penetración, sino porque lo desconocido da risa.” (23) La risa, entonces, es el resultado de la abolición, al menos moméntanea, de nuestras certezas a propósito de lo real, un abismamiento en el sinsentido, donde se revela, al decir de Bataille, una última verdad: “que las apariencias superficiales disimulan una perfecta ausencia de respuesta a nuestra expectativa”. (24)
Una nueva sensibilidad en torno a lo trágico se esboza, la posibilidad de reírnos de la insignificancia y futilidad de la vida y sus representaciones, sin lamentaciones, pesadumbres o lloriqueos, “todo es ligero, todo es simple” (25), lo que ves es lo que hay. Lo cómico, como solía decir Deleuze, siempre es literal, la erótica de la banalidad es, en este sentido, la sensibilidad propia de una tragedia irrisoria, sin metáforas y sin descontento, o como dirá Rosset, “una satisfacción total en el seno mismo de lo ínfimo” (26). Barthes pensaba en algo similar a la hora de dictar, en 1978, su curso en el Collège de France, donde lo Neutro “consistiría en confiarse a la banalidad que está en nosotros, o más simplemente reconocer esa banalidad” (27), esbozando, de esta forma, un principio de delicadeza a partir del goce de lo fútil; el análisis hará surgir lo menudo, lo delicado, lo ínfimo, desbaratando lo esperado y convirtiendo, a partir de recortes e inversiones, a lo banal en fuente de placer y de gozo.
Una especie de embriaguez amorosa acompaña este “goce de análisis”, no solo un sutil reconocimiento de la banalidad, a la manera de Barthes, sino una suerte de aceptación incondicional del carácter banal e insignificante de lo real; sospecho que hacia ahí se dirigen la infinidad de escritos de Clément Rosset sobre la alegría entendida como “una locura que paradójicamente permite –y es la única que lo permite- evitar el resto de las locuras”. (28) La alegría, como fuerza mayor, es, para Rosset, el único acceso a lo real, sin el cual estaríamos condenados a una infinidad de formas de rechazo a la existencia, esto es, sumidos en la lógica del doble, de la sustitución de lo real por otra cosa, una invisibilización quizás más esperanzadora pero, lamentablemente, fantasmagórica. La alegría entonces, no es más que el paradójico amor a lo real, desplegado en un doble movimiento, por un lado, el reconocimiento de que no hace falta ser un genio para saber que la vida es una mierda –a la manera de Cioran (29)- y, aún así, experimentar una especie de estado de gracia, la gratuidad de la alegría. Desde esta donación de sentido, sería posible imaginar alternativas a la “grandilocuencia” de un lenguaje fallido, esto es, que deja escapar lo real (30), a través de lo que podríamos llamar una erótica de la banalidad, despliegue de una discursividad pánica y no únicamente traumática, donde el humor, como arte de las superficies, jugará un papel determinante.
6. Banalidad
Podríamos decir que la ironía objetiva del arte contemporáneo -pensemos en Koons (31), por poner sólo un ejemplo sintomático- es su rampante banalidad. Pues bien, tal afirmación expresa una verdad incuestionable, pero al mismo tiempo es, como podrán imaginar, de una banalidad supina. El problema con la banalidad es que, tragicómicamente, no sólo florece en el fértil panorama del arte contemporáneo sino también en nosotros mismos. Más allá de las condenas, los elogios, las calumnias, los cinismos y las complicidades, es difícil escuchar o leer algo a propósito de la banalidad que no sea a su vez -fatalmente y de acuerdo al diccionario- trivial, común, insustancial. Ante tal escenario desolador, podríamos estar tentados a pensar que no se puede teorizar sobre algo banal sin ser uno mismo parte de esa banalidad. Entonces, la teoría, so pena de convertirse en cómplice, quedaría reducida a un pusilánime silencio. Perdidas por perdidas, creo que deberíamos de hacer todo lo contrario. Ante fenómenos extremos, medidas desesperadas; ya que, como decía el maestro, “es mejor perecerer por los extremos, que por las extremidades”.
En este sentido, me atrevo a sugerir aquí, muy brevemente, lo que podríamos llamar una érotica de la banalidad, teorizaciones en torno a lo banal tendientes a producir, en los límites de la impostura, una banalidad corregida y aumentada. Para Barthes, la banalidad es el punto de partida de la escritura, sin embargo, si la suerte nos sonríe, la escritura no termina metonímicamente en el preciso lugar donde comenzó, es decir, opera en lo banal una especie de repetición con diferencia. Cito a Barthes: “(...) el primer discurso que se le ocurre es banal, y sólo luchando contra esta banalidad original es como puede, poco a poco, escribir (...) En suma, lo que escribe provendría de una banalidad corregida.” (32) De aquí podemos inferir, sin forzar demasiado las cosas, la discreta fórmula de una erótica de la banalidad: lo banal corregido y aumentado por efecto de Eros. Eros no es más que el nombre que le doy a una constelación conceptual y a una pandilla de intercesores: el goce en Roland Barthes, la risa en Georges Bataille, la seducción en Jean Baudrillard, el deseo en Gilles Deleuze, el placer en Michel Foucault, la alegría en Clément Rosset...
Me gustaría, para finalizar, recordar las proverbiales palabras de Allen, pronunciadas en su célebre discurso a los graduados: “Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes oportunidades. Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde.” (33)
Las referencias 8-16, 20-28, 30, 32 y 33 son las sugeridas por el autor.
Publicado originalmente en la revista Academus de la Universidad Autónoma de Querétaro, Facultad de Bellas Artes, Año 2, Nº 2, 2010.
Editado en el libro Erótica de la banalidad. Simulaciones, abyecciones, eyaculaciones. México: Fontamara, 2011. pp. 9-18.