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“Chido o piola. Estrategias de aculturación de un par de migrantes mexicanes
en Argentina”

Nélida Murguía
UBA-CONICET
nelida.murguia.cruz@gmail.com

 

Existen diferentes estrategias de aculturación para las personas que migramos a una sociedad distinta a la nuestra. Como mexicana en Buenos Aires, que ha tejido diversas relaciones con migrantes en esta ciudad, experimento y me encuentro con manifestaciones distintas de estas estrategias, que están determinadas no sólo por la voluntad de quienes llegamos, sino también por la de quienes reciben. En las líneas que siguen, me propongo ejemplificar algunos conceptos desarrollados desde la lingüística de la migración, a través de mi propia experiencia y la de mi pareja, marcadas por nuestra participación en un espacio de enseñanza de español para senegaleses y por el propio paso del tiempo.

Retomo para esta reflexión a Eva Gugenberger (2020). Ella propone la aculturación sociolingüística como un hiperónimo que incluye cuatro distintas estrategias de acuerdo con los vínculos entre la comunidad de origen y de acogida: la asimilación, la separación, la integración y la oscilación. Una precisión importante es que estas cuatro estrategias no son estáticas, a veces podemos adoptar una, en ocasiones otra, dependiendo también de las orientaciones ideológicas del entorno.

Para empezar, todas las personas migrantes que menciono aquí nos insertamos dentro de lo que se conoce como migración transnacional (Glick Schiller y otras, 1995): estamos físicamente en este país, incluso arraigados y construimos en él, pero nuestros vínculos se ubican simbólica y materialmente en diferentes espacios geográficos: son multilocales. Mantenemos relaciones, prácticas e interacciones constantes con nuestro lugar de origen: vemos el noticiero de allá cada tanto, hablamos habitualmente con nuestras familias y amigues, les mandamos dinero o ayuda (o viceversa), tomamos decisiones que atañen a nuestras comunidades, buscamos sabores y cosas que se parezcan a las del país de origen, incluso cuando soñamos nos encontramos en nuestras ciudades. Regresamos o tenemos el deseo de regresar cada determinado tiempo y, por lo general, creemos que sería posible retornar definitivamente. Hay quien lo tiene muy claro: éste es sólo un lugar de paso para cumplir cierto objetivo; hay quienes se ven viviendo acá indefinidamente, mientras que hay personas que no sabemos qué vamos a hacer con nuestras vidas y en dónde terminaremos después de haber abierto esta caja. Migrar aporta flexibilidad pero hace tomar conciencia de la
incertidumbre.

Junto con Adrián, migramos a Argentina en 2017, con el pretexto de seguir formándonos profesionalmente en nuestras áreas (yo en lingüística y él en cine) y, por encima de todo, con el deseo de experimentar el vivir en otro país. Vendimos todas nuestras cosas, juntamos algunos ahorros y nos venimos con apoyo familiar y, felizmente, con una beca del Conicet. Y aunque no conocíamos absolutamente a nadie e íbamos a arribar de la noche a la mañana a un escenario desconocido, pronto se hizo evidente que las redes y cadenas migratorias (conceptos trabajados por Pedone, 2010) eran un gran capital simbólico: el amigo argentino del amigo mexicano que tiene parientes en Argentina nos recibió en el aeropuerto y, sin saber poco o nada de nosotres, nos llevó a la primera casa en la que nos quedamos; incluso soportó varias horas de trámites interminables mientras recogíamos a nuestros gatos. En pocas palabras, llegamos casi en las mejores condiciones que podríamos desear en un mundo que ha dividido en dos grupos a las personas que se desplazan fuera de sus territorios: las deseadas y las indeseadas. Somos estudiantes, jóvenes, con ciertos recursos, morenos, pero no tanto para una sociedad que privilegia la blanquitud, y venimos de México (pero no vamos a Estados Unidos). En Argentina nos encontramos con que la mayoría quiere a les mexicanes y tiene una representación positiva, aunque ello no nos exentó de sufrir una que otra vez de actitudes discriminatorias.

Uno de los factores que nos hizo elegir este lugar fue el hablar la misma lengua; teníamos –tenemos- interiorizada la ideología lingüística de la lengua como patria común (José del Valle, 2007), pues nos parecía que, pese a sus diferencias, compartimos el español (entre otras cosas) y que, por tanto, formamos parte de una identidad lingüística latinoamericana que podría funcionar como boleto de entrada para “ser parte de”.

Fue curioso que, pese a la cercanía entre Adrián y yo, adoptamos estrategias de aculturación diferentes. Incluso desde antes de llegar descubrí en mí un rechazo a incorporar el acento argentino, mientras que a Adrián no era algo que lo preocupara en lo más mínimo. Temía que los años transcurridos acá me hicieran perder mi identidad y sobre todo temía que lo notaran y lo señalaran. Podríamos decir que, al menos en intenciones, mi estrategia era la de separación: prefería usar mi propia variedad del español y evitar la rioplatense; seguir mostrando mi procedencia a través de mi acento (aunque a menudo me señalan que no saben ni de dónde soy, lo cual me genera ansiedad existencial). A la vez, me costaba hacer contactos con miembros de esta sociedad y me sentía aislada y ajena. Los turnos de habla en las conversaciones me parecían distintos y especialmente desafiantes; por lo general se espera que les interlocutores “arrebaten” la palabra y, si no se atreven a hacerlo, es menos probable que su voz sea escuchada.

Con los años (han pasado 4), se me fueron “pegando” muchas cosas: palabras, expresiones, cierta entonación al final de las frases y sobre todo el voseo verbal (en vez de “tienes”, “tenés”). Así que, con el tiempo, creo que ahora practico una estrategia que se encuentra entre la oscilación y la integración; no podría encasillarse del todo en ninguna de las dos. En la integración, según la teoría, llega un momento en que consideramos las dos lenguas (en este caso variedades) como parte de nuestra identidad y alternamos según el contexto, pero yo sigo sin experimentar ese sentimiento. Aunque intento valerme de algunos rasgos según las personas con quienes estoy, no siempre me sale bien, sobre todo con respecto a la variación entre y vos, una elección que intento hacer de manera voluntaria: si estoy con latinoamericanes o hablo con mi familia prefiero usar , pero si estoy con argentines, a veces opto por el vos. A menudo termino mezclando, desorientada y preguntándome si ello no reflejará el famoso “sprachliche Heimatlosigkeit” (sin hogar lingüístico), pero luego me acuerdo de que me identifico como latinoamericana y me tranquilizo: siempre que hable español, usando cualquier palabra de este continente, seguiré siendo yo.

Desde el principio y hasta ahora, Adrián y yo no paramos de hablar con un exagerado acento argentino cuando estamos a solas, lo que supongo que, además de divertirnos, nos ha ayudado a ensayarlo. A los pocos días empezamos a decirnos “che” y tanto lo interiorizamos en nuestra relación que incluso me costó dar el paso de decirlo a otras personas, como si fuera una palabra demasiado personal y afectiva. Los registros evidentemente cambian dependiendo de con quienes nos encontremos. Y algunas veces lo hacemos de manera voluntaria y otras de forma más automática. Por ejemplo, cuando estamos con Mariana, una muy buena amiga mexicana, aprovechamos para hablarnos con palabras y frases chilangas (del D.F.) y parece que se nos desata la mexicanidad a les tres. Mariana lleva en Argentina un año más que nosotres y su compañero es de acá; podría pensar que su estrategia actual se encuentra entre la integración y la asimilación, pues ya casi siempre aspira la “s” ante consonante y la entonación de sus frases suena más rioplatense. Aunque estudiamos en la misma universidad y en generaciones muy cercanas, nunca nos conocimos allá; fueron las redes migratorias las que nos hicieron encontrarnos en otro país.

Adrián, a diferencia de mí, es más flexible y eso lo ha llevado a transitar por diferentes fases que tienden más o menos a la integración lingüística. A él nunca le ha preocupado mucho el “qué dirán” y en este caso tampoco le preocupaba cambiar y mostrarlo. Encaja muy bien en la definición de “tiene interés en saber y hablar las dos variedades” (Gugenberger, 2020) e incluso, para mi sorpresa, considera como parte constitutiva de su identidad utilizar ambas; quizá podríamos hablar de una identidad híbrida. Entrando en detalles, se inclina más al code-mixing que al code-switching, pues emplea una combinación más o menos estable: con su familia, usa rasgos de la variedad argentina, y con sus colegas de acá, usa mucho vocabulario mexicano y mantiene la pronunciación. Pero no siempre fue así. Hace tiempo reflexionábamos acerca de que al principio, cuando comenzó a relacionarse con personas argentinas, se valía de una estrategia más cercana a la asimilación, pues intentaba adoptar la variedad receptora a costa de la propia; por ejemplo, procuraba vosear todo el tiempo y evitar las palabras muy mexicanas. Más tarde, al empezar a participar en un nuevo espacio de convivencia con argentines, decidió que quería mostrar y capitalizar el vocabulario mexicano en su nuevo círculo. Además, se habían quedado demasiado cortas expresiones como piola o lindo/a y era necesario volver a palabras como chido o chingón que definían mejor los sentimientos, a la vez que delineaban su identidad.

Un hecho que modificó nuestras estrategias y en especial mi tránsito desde la separación lingüística a este estado difuso entre la oscilación y la integración fue comenzar a participar realmente en la sociedad de acogida. Cuando uso este término, quiero resaltar que se trata de una sociedad en continua transformación y compuesta por personas procedentes de diferentes regiones. Esta participación se tradujo también en un alivio, al menos momentáneo, del culposo sentimiento de inutilidad y despropósito que suelo experimentar al reconocerme como parte del ámbito académico. En 2018, con Mariana, Adrián y otres migrantes, comenzamos un proyecto de enseñanza de español para senegaleses, impartido desde un espacio de lucha por los derechos: el Bloque de Trabajadorxs Migrantes (BTM). Personas de diversos lugares, como Paraguay, Venezuela, México, Colombia, Chile, Ecuador, Uruguay, Perú, España y Argentina nos reconocimos, junto a no hispanohablantes, como migrantes y como militantes de los derechos, en especial el de la palabra. Formamos así la Comisión de Español.

Esta comunidad se ha convertido en mi círculo habitual y en ese contexto nuestra propia variedad adquirió mayor valor e interés; el contraste se tornaba aún más interesante, usar palabras mexicanas prototípicas me identificaba y los acuerdos para la enseñanza nos llevaron a intentar practicar un híbrido entre lo que era más fácil de imitar: el voseo y el vocabulario, y lo que era casi imposible: la pronunciación de ciertos sonidos y la entonación. Decidimos no hablar de usted, de su mercé, de vosotros ni de . A la vez, a quienes aprendían español les resultó más fácil distinguir y pronunciar el “yo” que el “sho”. Si bien no siempre logramos seguir nuestros acuerdos y controlar nuestra discursividad, fue un ejercicio
desafiante e interesante que seguramente trastocó las identidades lingüísticas de todes, tanto por la convivencia con personas migrantes con distintos acentos, como por la enseñanza de español.

Releyendo y charlando esto con Adrián, nos preguntamos si el hecho de adoptar cada vez más el lenguaje inclusivo no sería también parte de una estrategia de integración, obviamente atravesada por nuestras convicciones políticas. Pues si bien es cierto que en muchos países este uso se ha ido posicionando, en ciertos círculos porteños es mucho más aceptado y practicado. Pensamos que estando en México, también lo habríamos incorporado, pero de manera más lenta y sin tantos espacios para ejercerlo.

Después de hacer este recorrido, me resulta evidente que la identidad no es estática y que la teoría es sólo una orientación para reflexionar, pues la realidad es mucho más compleja y difícil de asir. En una semana regreso de visita a México después de 4 años de ausencia y me pregunto qué posibles transformaciones me producirá el reencuentro. Me queda ver y registrar la mirada de mi familia y amigues. Con la distancia de por medio, notarán mejor que nadie cuánto ha cambiado mi forma de hablar, de verme, de pensar y de ser. Espero que les guste.

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