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Maricón

Ernesto Cuba 

jcuba@gradcenter.cuny.edu

The Graduate Center (CUNY)


 

Independientemente del lugar de América o España donde nos encontremos, lo primero que asociamos al escuchar o leer la palabra maricón es la imagen de un hombre homosexual de comportamiento femenino. Además de su enorme extensión y una antigüedad que se remonta por lo menos al siglo XVI, maricón es probablemente la palabra más insultante que se le puede decir a un hombre o que se puede utilizar para hablar sobre un hombre en el español. Como un revólver cargado y al alcance de la mano (o en la punta de la lengua), comúnmente maricón es espetado para herir irrumpiendo cualquier escenario comunicativo como muy pocas otras palabras en el idioma. Así también, es un término central en el aprendizaje de las reglas de la masculinidad de todo niño hispanohablante: no solo se nos enseña a no ser maricones, sino también a degradar y atacar a otros niños y hombres llamándolos de esa forma. Esto plantea a niños y hombres homosexuales una relación tensa con la palabra, ya que casi siempre es el primer término que escuchamos en nuestras vidas para referirse a gente “como nosotros” y, simultáneamente, sirve para humillarnos y disciplinarnos. La autoidentificación con maricón, es decir, el declarar “yo soy maricón”, implica llegar a buenos términos con toda una historia de violencia lingüística; por ello, no sorprende que muchos hombres abiertamente homosexuales rechacen usar este término en primera persona. En claro contraste con el uso violento de maricón, está su empleo en contextos informales y de solidaridad entre hombres homosexuales y, aún más interesante para mí, su aparente vaciamiento de significado sexual entre hablantes ya sean homosexuales o no. En lo que sigue, ofreceré algunas notas históricas sobre maricón y algunas reflexiones sobre sus múltiples usos en Latinoamérica.

El registro más antiguo que se conserva de maricón pertenece a la Comedia Seraphina (1517), cuya trama gira sobre el amor entre un hombre hacia dos mujeres y que recoge el habla popular de la España de su época en toda su vitalidad. En un pasaje de la Comedia, se menciona furtivamente que, si un hombre no se acuesta con mujeres, “lo tienen por maricón”, es decir, esa conducta resulta sospechosa e indeseable. Casi un siglo después, el diccionario de Covarrubias (1611) fue el primero en incluir una definición para maricón: “el hombre afeminado que se inclina a hacer cosas de mujer”. En el Diccionario de Autoridades (1734), el primero de la RAE, además de afeminado, maricón es definido como “cobarde”. Llama la atención que estos tres significados de maricón, es decir, el no interés por las mujeres (que puede implicar comportamiento homosexual), la expresión de género femenina y la cobardía, continúan con gran fuerza hasta nuestros días. Sin embargo, maricón no ha sido la única palabra para referirse a la homosexualidad masculina registrada en esta época. El mismo Diccionario de Autoridades incluye los términos bujarrón y puto –palabras de uso sumamente vigente hoy en día en Cuba y México respectivamente–, ambos definidos como el “hombre que comete el pecado nefando”. Inscrita en un discurso católico homofóbico, la palabra nefando significa “lo que nunca debe ser dicho o expresado públicamente” y la frase “pecado nefando” se refiere a la homosexualidad ya sea masculina o femenina.

Con respecto al origen de maricón, en su famoso diccionario etimológico, Corominas (1973) postula que deriva del nombre femenino María y registra otras palabras derivadas que expresan un significado similar, por ejemplo, marica, amaricado y amariconado. Es bastante probable que ese sea el origen de maricón, puesto que, en otras lenguas europeas, los diminutivos del María también tienen una forma idéntica a la de marica. Por ejemplo, en el griego, el nombre femenino Μαρία (María) tiene su diminutivo Μαρίκα (Marika) que también funciona como nombre propio para niñas y mujeres. Interesantemente la partida de nacimiento lexicográfico de maricón también es la de marimacho, que Covarrubias (1611) define como “la mujer que tiene desenvolturas de hombre”. Parece que, al igual que en maricón, la lógica de la inversión sexual se aplica a marimacho: la mujer que actúa como hombre (heterosexual) y que, por eso, se acuesta con otras mujeres. Recuerdo que de niño en Perú era popular la historia de María Marimacho, un cuento de terror repetido para aleccionar a las niñas de que, si tienen prácticas consideradas masculinas como jugar canicas y trompos en la calle y si, peor aún, también desobedecían a sus padres, podían acabar muertas. Además, el uso de la versión corta de María, mari, ha dado lugar a otros términos despectivos para las mujeres. Así pues, en España, es común escuchar la palabra marisabidilla para hablar de la mujer que presume de sabia, y de mariliendres para aquella mujer heterosexual, usualmente solitaria y poco agraciada, a quien le gusta pasar su tiempo con hombres homosexuales. Por último, aunque no menos importante, está la cuestión del considerable número de sinónimos de la palabra maricón en adición a las variaciones léxicas transparentes como maricueca y maraco. Por ejemplo, en un programa de televisión peruano de hace algunos años, su conductor listó, en menos de un minuto y medio, 54 palabras y frases para referirse a los hombres gay. Incluyó desde nombres de animales (por ejemplo, cabra y pato) pasando por eufemismos (por ejemplo, del gremio) hasta metáforas escatológicas (por ejemplo, mostacero). Esta profusión léxica es tan solo comparable con la enorme cantidad de epítetos y eufemismos para referirse a las mujeres como prostituta. En claro contraste, los términos empleados para hablar de la sexualidad de los hombres heterosexuales son muy escasos; de hecho, hasta la fecha yo tan solo he podido encontrar un término para referirse a las personas heterosexuales: la palabra buga, del español hablado en México. 

Bajo el riesgo de caer en una falacia etimológica, es decir, el peligro de creer que el significado “más preciso o correcto” de una palabra se encuentra en sus usos más anticuados, considero que hay una continuidad entre el uso medieval y colonial de maricón y su empleo contemporáneo. Tanto hace siglos como hoy en día, un hombre es tildado de maricón no solo por comportarse femeninamente, sino también porque su afeminamiento implica ideológicamente que tiene relaciones sexuales con otros hombres. Complementariamente, los hombres no afeminados que tienen sexo con otros hombres no son insultados como maricones ni tampoco son etiquetados de alguna forma en particular (o cuando sí lo son, no en la misma proporción). Soy consciente de que alguien podría argumentar que esta lógica sexual mezcla dos fenómenos distintos: por un lado, la expresión de género –es decir, cómo cada persona se presenta socialmente en su hablar, su disposición corporal y su vestimenta, entre otros elementos que pueden indicar su masculinidad-feminidad– y, por otro lado, la orientación sexual —es decir, hacia qué género una persona siente atracción erótica y con quién mantiene relaciones sexuales. No obstante, el entendimiento que separa tajantemente las esferas del género y la sexualidad es moderno y proviene de discursos globales sobre diversidad sexual surgidos en el norte global hace unas décadas. Es común escuchar a activistas decir que el género no tiene ninguna relación con la orientación sexual y que, cuando un hombre tiene relaciones con otro hombre ambas partes deben ser consideradas y llamadas homosexuales o, incluso mejor, gays. Sin embargo, en las dinámicas de muchas subculturas sexuales en Latinoamérica, la palabra maricón tan solo es aplicable a una de las partes, el hombre femenino y que asume un rol pasivo en la relación sexual. Se puede decir que, en países como Perú, por ejemplo, coexisten en tensión dos lógicas sexuales, una global condensada en el término gay, y otra más local y arraigada donde lo maricón difumina los límites del género y la sexualidad. Por esta razón, no resulta asombroso que, en la ciudad de Lima, muchas mujeres trans –es decir, personas asignadas como hombres al nacer, pero cuya identidad de género es femenina– usen la palabra maricona para referirse unas a las otras. En contraparte, maricón es una palabra que incomoda a aquellos hombres homosexuales, activistas o no, que quieren desterrar de sus vidas, además del trauma homofóbico señalado líneas arriba, toda asociación con lo femenino y la transgeneridad. 

Desde hace mucho, existen voces críticas que buscan resignificar maricón y marimacho de forma que, en lugar de funcionar como insultos, sean etiquetas de identidad y símbolos de orgullo. Un claro ejemplo de ello es el activismo lingüístico del colectivo Nación Marica de Bolivia, quienes a la vez que critican el sesgo cultural y de clase detrás de la identidad gay, revaloran el léxico sexual de su comunidad. Cada episodio de su programa radial empieza saludando a los mamitos, marulos y mamacitos (es decir, los homosexuales), así como a las lenchas, tortilleras y marimachas (las lesbianas), y tracas y travas (las mujeres trans); todas palabras injuriosas en Bolivia. Cabe preguntarse si los activistas de Nación Marica, en efecto, quieren vaciar estas palabras de todo potencial violento en un futuro o si, más bien, quieren redireccionar dicho potencial para causar una conmoción y llamar la atención sobre su propio discurso político. Mi posición es que la crítica y el cambio social solo pueden emerger cuando se interviene y posicionan palabras que todavía incomodan. De lo contrario, ¿de qué serviría llevar a la palestra maricón y palabras semejantes si no remecen emociones y cuestionan lógicas normativas? No hace falta ir muy lejos para observar qué sucede cuando una palabra como maricón es desprovista de contenido homofóbico. Actualmente, en Colombia y Venezuela marica y marico casi no funcionan como insulto; en su lugar, se usan con otros propósitos: para llamar a alguien o buscar su atención, para entrar en confianza (especialmente entre gente joven), o para expresar sorpresa y enojo. De hecho, cuando marica se utiliza para agredir no es como insulto homofóbico; en su lugar funciona como un equivalente a “desgraciado” o “malnacido”. A diferencia del trabajo de los activistas de Nación Marica, este cambio lingüístico (si es que hubo alguno en primera instancia) en Colombia y Venezuela no fue deliberado. Tanto lingüistas como hablantes de estos países conocen del uso homofóbico de marica, pero todas las otras funciones conversacionales y pragmáticas de la palabra antes mencionadas emergen antes que su uso injurioso. Por supuesto, esto no significa que en Colombia y Venezuela haya menos homofobia que otros países de Latinoamérica. Si en Venezuela decir “soy marica” no tiene la misma fuerza irruptora que en Bolivia, es porque marica ya no sirve para denunciar públicamente la violencia simbólica y no porque haya mayor tolerancia hacia los homosexuales. Si marica no hiere en Colombia, sí lo hará loca o algún otro epíteto o frase homofóbico de las decenas que seguro también se emplean ahí. El trabajo de resignificación no debe apuntar al reemplazo de un significado por otro o al abandono o prohibición de un término o un grupo de ellos, sino a mostrar el armatoste ideológico del lenguaje homofóbico y los efectos materiales de este tipo de discurso. Probablemente, nosotras las mariconas aún necesitemos aprovechar políticamente (y por un tiempo indefinido) la incomodidad que implica usar estas palabras en primera persona, porque lo contrario sería entregar el significado primero y último de estas palabras a quienes nos han agredido e invisibilizado históricamente.

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