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Lo común en la lengua y la lengua común

 

Xoán Lagares 

xlagares@id.uff.br

Universidade Federal Fluminense – Río de Janeiro

 

Al pensar sobre la noción de “lo común” en la lengua se me vienen a la cabeza, inmediatamente, dos escenas. La primera está registrada y puede ser revisitada en cualquier momento, porque pertenece a una película documental. La segunda escena es un poco más difusa, porque se repite como vivencia y se confunde en mi memoria, con varias caras y en situaciones diferentes.

En un documental sobre el conflicto lingüístico gallego entre las generaciones más jóvenes, titulado Linguas cruzadas (2007), un grupo de amigos discute sobre el asunto mientras juega en la Playstation. Ninguno de ellos habla en gallego, pero uno dice: “Yo me siento orgulloso de tener un idioma propio”. Otro apuntala, también en español: “No todo el mundo tiene un idioma propio”, y todos sueltan una carcajada y todos sueltan una carcajada al percibir inmediatamente lo absurdo del comentario.

En esa declaración asombrosa que atenta contra el sentido común (porque, en principio, efectivamente, todo el mundo habla algún idioma, que es suyo, sea cual sea), se desliza un concepto acuñado durante la transición política española, el período histórico que permitió el tránsito desde el hipercentralista Estado franquista hasta el moderadamente descentralizado Estado de las Autonomías. La Constitución Española de 1978, que declara el castellano como lengua española oficial, permite que las otras lenguas sean declaradas también oficiales en los respectivos territorios de las Comunidades Autónomas. 

La retórica política hegemónica identifica la lengua oficial del Estado con la lengua común, como si ambos conceptos fueran sinónimos perfectos. En contraste, el Estatuto de Autonomía de Cataluña, primero, y los del País Vasco y Galicia, después, pasaron a definir sus lenguas oficiales respectivas como “lenguas propias de la comunidad”.  Esa oposición entre la lengua oficial de Estado, común a todos los territorios, y la lengua exclusiva de cada Comunidad Autónoma con idioma cooficial emerge, en esa película gallega, en el discurso identitario de un adolescente que se sabe miembro de una comunidad, dentro de España, con lengua propia. Aunque no la hable.  

En los discursos de defensa del castellano frente a las supuestas amenazas de “las otras lenguas españolas” se suele explotar ese contraste, identificando el peligro que representa para “lo común” esa pretensión de los hablantes minoritarios de ocupar con sus idiomas nuevos ámbitos de uso y funciones sociales. El discurso colonialista en las Américas también insiste en ese argumento, como decía Manuel Alvar al enunciar como inevitable la incorporación de los pueblos indígenas a la lengua común española, una vez que sus sociedades tradicionales habrían dejado de ser “operativas” en el mundo actual. Insistir en hablar lenguas en situación minoritaria es visto, entonces, casi como una herejía, como un atentado a la comunidad más amplia. Porque ante la propuesta de construcción de una nueva comunidad más grande, que promete derechos y oportunidades y que tiene un idioma asociado, ¿cómo podría alguien mantenerse firme en sus usos lingüísticos particulares, negándose a adoptar la lengua común? Hay que ser muy egoísta, en fin, para oponerse a compartir lo que es común; en este caso, supuestamente, la lengua.     

Decía que la segunda escena que se me viene a la cabeza al pensar en “lo común” en la lengua no tiene registros bien definidos, es, como la situación que representa, una escena fluida y que se da de diversas maneras. Estoy refiriéndome a situaciones en las que hay hablantes que no saben exactamente (ni dejan saber a quienes los escuchan) qué lengua están hablando. Hablantes minoritarios de variedades lingüísticas no reconocidas oficialmente, muchas veces sin tradición escrita, o inmigrantes que viven entre lenguas y se instalan en versiones muy particulares de uso lingüístico no fácilmente reconocibles. Hay quien habla en esos casos de “erosión lingüística”, aunque sería necesario interrogar qué es, en realidad, lo que se “erosiona”, cuál era el punto de partida, antes del intenso contacto con otra comunidad lingüística, y cómo se construye, específicamente, el repertorio de esos hablantes. Todas aquellas personas, en fin, que nadie reconoce como hablantes legítimas, en términos de Bourdieu, de ninguna lengua. No es que esos hablantes no compartan usos en común con otros, claro está, sino que lo que comparten está pulverizado, atravesado por experiencias muy personales, y se organiza de una forma propia, particular, que denuncia en todo momento su posición fronteriza o su desgarramiento.    

Al final, podemos imaginar lenguas para uso privado, lenguas secretas, como códigos compartidos de forma restricta para mantener una sociedad clandestina de pocos miembros. Pero no existen lenguas particulares, individuales, porque el lenguaje es indisociable de la noción de comunidad. Los rasgos lingüísticos que movilizamos al hablar y al escribir son compartidos con otras personas, aunque se agrupen de una manera muy personal en nuestra mente y se manifiesten de forma idiosincrática en nuestro comportamiento. Nada es más común que el lenguaje, aunque percibamos “nuestra lengua” como algo inalienablemente propio, como parte indisociable de nuestra identidad personal. Lo difícil, lo que es objeto de disputa, en todo caso, es determinar con quién exactamente compartimos la lengua, y sobre todo de qué manera lo hacemos: yo diría que es en esa espinosa cuestión (cómo se delimita y se gestiona “lo común” de la lengua) en donde radica la dimensión política del lenguaje. En la definición de “lo común” se juega nuestra pertenencia (o no) a una determinada comunidad lingüística, y también la manera como se da esa pertenencia; el lugar, por ejemplo, que ocupamos en la jerarquía social y que se expresa también en el modo como usamos el lenguaje. El idioma es de todos y de todas y de todes, ma non troppo, entre otras cosas porque el capital lingüístico, sobre todo en lo que concierne al dominio de las variantes de prestigio, está distribuido de una manera muy desigual. 

Precisamente, el discurso neoliberal sobre la lengua española ignora esa desigualdad inicial e imagina un objeto compartido con el que cualquiera podría beneficiarse en el mercado. Así como el mercado de acciones está ahí, a disposición de todo el que quiera jugar y lucrarse, también la lengua compartida sería un recurso disponible para todo el mundo, sin cualquier tipo de impedimento ni intermediación. Y quien no consiga sacarle partido, deberá culpar por ello a su propia pereza o incompetencia para aprender a jugar. Una vez cosificada como producto que pertenecería por igual a todos y a todas, la lengua acaba siendo descrita como un bien, que desde esa perspectiva solo podría ser un “bien común”. 

En el capítulo de un libro sobre el español como lengua de comunicación en las organizaciones empresariales, por ejemplo, un catedrático de economía aplicada, al hablar sobre el valor económico del español, define la lengua como un “activo inmaterial”, del que ningún agente económico que acceda a su uso se puede apropiar con exclusividad, que no tiene costes de producción y que “no se agota al ser consumido”. Sería un “bien público” muy peculiar, cuyo valor crecería junto con el aumento del número total de sus hablantes: cuánto más compartido, más valioso. Negarse a hablar la lengua común sería, por lo tanto, algo así como ejercer una acción contra la comunidad, mantener una actitud que deprecia el objeto.

En realidad, la mística de la lengua común, de igual manera que sucede con la de la nación, se basa en una ideología a la que interesa desconsiderar las diferencias y borrar los conflictos, en la construcción de un producto que debe presentarse como idéntico para todo el mundo y cuyas potencialidades estarían distribuidas equitativamente. La lengua común debe ser representada como un objeto uniforme y accesible. Por eso, los usos disidentes, aquellas prácticas conscientemente contrarias al estándar, por ejemplo, suelen ser consideradas, desde esta perspectiva, como amenazas a un bien compartido, como una forma de apropiación indebida, un acto capaz de difuminar los contornos de la comunidad lingüística imaginada como una unidad esencial.

Reconozcamos que la retórica grandilocuente que suele mecer los sueños de la lengua común es profundamente embaucadora. Para estar siempre alerta contra ese tipo de discurso que oculta los conflictos con el objetivo no confesado de mantener el desigual orden social de la(s) lengua(s), yo propondría dos imperativos estratégicos: En primer lugar, sería necesario desamarrar permanentemente el nudo que une el sustantivo “español” con el sintagma “lengua común”. Por lo menos hasta que se vuelva evidente, de forma amplia, que todas las lenguas son comunes a sus hablantes, sean muchos o pocos. En segundo lugar, debemos intentar siempre comprender cómo se forma y, sobre todo, cómo se acumula el capital lingüístico. Y debemos formular las preguntas políticas fundamentales que rompen la ilusión de la comunión lingüística en la que nos invitan a participar: la lengua es común, sí, ¿pero para quienes? Y, sobre todo, ¿común, para qué?

 

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