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“Viajantes”, “La lengua íntima”, “Extrañeza y familiaridad”. Tres notas

 

Carlos Battilana

carlosebattilana@gmail.com

Universidad de Buenos Aires – Universidad Nacional de Hurlingham

 

Viajantes

Me gusta la palabra "viajante". Me gusta en su acepción original (“dependiente comercial que hace viajes para negociar ventas o compras”), pero también me resulta interesante imaginarla como un participio de presente, algo que va ocurriendo de manera simultánea y continua. Recuerdo una canción que hablaba de una muchacha que se peinaba en la cama, y de los viajantes que se iban a atrasar. Esa administración del tiempo por parte de los viajantes, que se desplazan y recorren rutas y caminos recónditos por tareas comerciales siempre me provocó curiosidad. Qué rareza...Una parte de la palabra pareciera que tuviera ganas de merodear o de pasear por las diferentes localidades por donde transita, demorarse en sus calles misteriosas, en la plaza pública, en las primeras luces nocturnas del pequeño centro a las siete de la tarde: Saladillo, 25 de mayo, Pellegrini, Bragado, Tapalqué...esa hora de la tarde-noche en la que un martes, un miércoles, los vecinos del lugar se retiran a la TV, a la cena, luego de plegar sus sillas en la vereda, o de haber hecho el último mandado, quizás con un poco de frío. ¿Y los viajantes? ¿Quién los acompañará en el pequeño hotel? ¿Quién sostendrá su cena? Esas horas de silencio: ¿en qué sitio se guardan, en qué cofre? Hay un libro de Osvaldo Aguirre (Lengua natal, 2006) que hablaba de los amoríos furtivos del viajante y la modista, esas mínimas historias que se destinan al olvido polvoriento de los pueblos. Viajante como oficio, sí, como último avatar de una tarea que se vuelve anacrónica en la era de internet; y viajante también como acepción imaginaria: robarle un pedacito a la palabra, robarle su raíz, y soñar un viajecito sin objetivo, sin cálculo al centro de la llanura.

Septiembre de 2017

 

La lengua íntima

íntima Siempre asocié los nombres con colores. Como algo natural: Cristina: blanco. Carlos: negro. Emilia: rosado. Marcos: marrón. Claudia: rojizo. Guillermo: verde. Diana: amarillo, tirando a beige. Hugo: azul oscuro. Etc, etc. De chico pregunté a un compañero de qué color era Daniel: para mí era verde claro. Me resultaba evidente. Pero no. Me miró con cara extraña como diciéndome: ¿de qué planeta viniste? Son esos pequeños rechazos en donde nuestro mundito no conecta del todo. Es como un malentendido esencial, o como una falla geológica con la que tenemos que convivir con cierto humor, por cierto, porque ese modo de ver no encaja del todo.

Recuerdo que apenas llegado a Buenos Aires pregunté a mis compañeros de colegio, casi instintivamente: “¿Jugamos a la embopa?” En Corrientes, en el límite con Brasil, significaba jugar a la mancha. Con el tiempo supe que es un término guaraní. Nadie entendió nada. Esa otra lengua que tenemos internamente, que nos ha impregnado y que ha fundado nuestra subjetividad, no está formada sólo por palabras sino también por otros símbolos y asociaciones. Todo eso tiene un ritmo y un color. Posiblemente ese universo imaginario y sonoro nos define. La poesía puede manifestarse como la exploración de esa latencia lejana y de ese contacto babélico con los otros. La lengua ajena y la lengua propia chocan y hacen combustión. En ese contacto y en ese contraste tal vez suceda una forma, una resonancia y el comienzo sonoro de una voz. La voz singular del poema.

4 de enero de 2017

 

Extrañeza y familiaridad

Al referirse a los Diarios de Viaje de Matsuo Bashô, el insigne exponente de la poesía japonesa y uno de los maestros del haiku, Alberto Silva y Masateru Ito hablan de "contemplación andariega", lo que me recuerda a Hugo Padeletti, el poeta argentino que fue un andariego de la contemplación. Y cuando hablan sobre la traducción de los textos que llevaron a cabo en la edición del Fondo de Cultura Económica, señalan que el dominio de la lengua propia y el entendimiento de la ajena se inscriben en un proceso oscilante. Advierten hasta qué punto ni la lengua nativa es enteramente propia ni la extranjera del todo ajena. Al menos comparten la misma extrañeza, como si en la propia lengua hubiera una lengua privada, singular, que se desvía un poco del código, y como si al escuchar o leer la lengua ajena (aun sin conocerla) hubiera un regocijo, una familiaridad sonora y sensorial que nos aproxima a ella.

26 de mayo de 2021

 

 

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