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Berta Vidal de Battini y Sara Gallardo.

Dos mujeres argentinas: sobre lenguas e indigenismos

                                                           Laura Malena Kornfeld (laura_malena@yahoo.com.ar)

                                                                                                                              UBA – Conicet

 

La Argentina es una nación distraídamente americana, que ha optado por exaltar el aporte inmigratorio y europeo tanto en las genealogías familiares como en la cultura colectiva. Esa identidad imaginaria, que tiende a minimizar la influencia de criollos e indígenas, se ve desafiada por la historia (y la actualidad) de la lengua en el territorio.

Las lenguas indígenas han influido en las cinco grandes regiones dialectales y siguen siendo determinantes en dos de ellas, según la clásica caracterización de El español de la Argentina (Buenos Aires, Consejo Nacional de Educación, 1964), de la investigadora puntana Berta Vidal de Battini. El quechua y el guaraní moldean desde hace casi cinco siglos el español del Noroeste y del Nordeste; ese prolongado contacto lingüístico se debió a la temprana integración de indígenas en las economías regionales (las encomiendas y las misiones jesuíticas se remontan al siglo XVI) y a la utilización de esas lenguas en la colonización de otros pueblos. Gramáticas y vocabularios del quechua (Domingo de Santo Tomás, 1560) y del guaraní (Luis de Bolaños, 1586) atestiguan la temprana relación del español con esas lenguas.

Hoy el bilingüismo persiste en comunidades indígenas de diversas provincias argentinas y entre la población criolla (que no se identifica étnicamente como indígena) en zonas rurales de Santiago del Estero (quechua) y Corrientes (guaraní). El contacto del español con lenguas indígenas también se produce en los barrios periféricos de las ciudades chaqueñas, santafesinas o bonaerenses. Las políticas lingüísticas que apuntan a fortalecer las lenguas indígenas no alcanzan esos barrios: los alumnos no encuentran allí ningún apoyo del Estado (ni asistentes ni facilitadores bilingües) y las maestras suelen desconocer incluso los basamentos de la Educación Intercultural Bilingüe, que debería garantizar los derechos lingüísticos de los pueblos originarios enunciados por la Constitución y por una serie de tratados internacionales, tal como observa Cintia Carrió en “Lenguas en Argentina. Notas sobre algunos desafíos” (De lenguas, ficciones y patrias, Los Polvorines, UNGS, 2014). La única alternativa que se ofrece a los niños bilingües en las escuelas urbanas es la negación y el ocultamiento. Bajo esa presión, las familias suelen terminar aceptando el (falso) supuesto de que hablar la lengua indígena interfiere con la adquisición del español y restringe el desarrollo educativo de los niños.

La tendencia a homogeneizar compulsivamente a los alumnos desde el punto de vista lingüístico responde a una arraigada actitud conservadora en la escuela argentina. Tuvo su origen en las ideas puristas y normativas que, a comienzos del siglo XX, se consolidaron como reacción al aumento exponencial de la inmigración, particularmente la de origen italiano, y adoptaron al español peninsular como referencia de corrección (Ángela Di Tullio, Políticas lingüísticas e inmigración: el caso argentino, Buenos Aires, Eudeba, 2003). Las ideas puristas impregnan incluso las obras más descriptivas: así, en la ya citada El español de la Argentina Vidal de Battini exhibe su sensibilidad y “cariño” por las variantes regionales (como señala Ángel Rosenblat en el prólogo), pero destaca simultáneamente las “impropiedades y defectos” del “habla vulgar”. Así, recomienda corregir la mayor parte de las particularidades “populares” o “rurales” (p. 72) en aras de la homogeneización social y cultural propugnada como objetivo central de la educación pública argentina: “Los regionalismos pueden quedar para el habla de la intimidad, pero el niño debe saber cuál es el uso correcto” (p. 193). Hay una tensión entre la amorosa precisión con que se describen los usos regionales y el ulterior consejo de censura.

La misma dualidad se refleja en los Cuentos y leyendas populares de la Argentina, una titánica colección de 3152 narraciones que Vidal de Battini recopiló entre las décadas del ’30 y del ’70 en parajes, pueblos y ciudades de todas las provincias argentinas, publicada originalmente en diez tomos por Ediciones Culturales Argentinas entre 1980 y 1995 (hoy puede consultarse en http://www.cervantesvirtual.com/obras/autor/vidal-de-battini-berta-elena-1900-7644).Esa colección se distingue de otras porque la transcripción pretende ser completamente fiel a los relatos originales tal como fueron pronunciados por los narradores, sin ningún “embellecimiento” lingüístico o literario. Por eso, los relatos exhiben los rasgos lingüísticos de los dialectos regionales (incluidas las variedades de contacto con lenguas indígenas) y despliegan las estrategias propias de la narrativa oral, por ejemplo, la creación de intriga para atraer la atención del oyente, la formulación de diálogos verosímiles y graciosos o la ornamentación de paisajes o personajes.

Una rápida inspección de los Cuentos y leyendas populares… deja ver un conjunto de indigenismos regionales que un diccionario exhaustivo del español de la Argentina debería, sin dudas, registrar. Así, los préstamos léxicos del español en el contacto con guaraní incluyen numerosos nombres regionales de plantas o animales (como icipó, ‘enredadera’, ñapindá, ‘planta trepadora’, abatí, ‘maíz’, caá, ‘yerba’, charata, ‘pava del monte’, ará, ‘tucán’, inambú, ‘martineta’, pacaá, ‘gallineta’, acutí, ‘roedor’), conceptos propios de la cultura local (angüera, ‘aparecido’, pora, ‘fantasma maligno’, payé, ‘talismán’) o palabras y expresiones que entrañan una carga afectiva particular, aunque tienen un equivalente en español (mitaí, ‘niño’, cambá, ‘negro’, guaina, ‘muchacha’, paí, ‘padre’, caté, ‘de categoría’, acajhatá, ‘cabeza dura’, tekoreí, ‘aburrido’, manté, ‘solamente’, vaí vaí, ‘más o menos’). En el contacto con quechua, también se reconocen nombres regionales de plantas y animales (pasacana, ‘fruto del cardón’, urpilita, ‘palomita’, coyuyo, ‘cigarra’, surí, ‘ñandú’, chuschín / icancha / cachilo, ‘chingolo’, churumucho, ‘lechuza’, penca, ‘cactus’, yuta, ‘perdiz’, cuchi, ‘cerdo’), palabras que designan objetos y acciones que, por distintos motivos, no se encuentran codificados léxicamente en español (topo, ‘alfiler para cerrar el poncho’, muquiar, ‘masticar el maíz para la chicha’, moyapo, ‘pancito de maíz’, quepi, ‘bulto que se lleva a la espalda’, minga, ‘tarea mutua de ayuda entre vecinos’, chuspa, ‘bolsita para la coca’) y voces a las que se atribuye un matiz afectivo que se considera intraducible: guagua (‘niño’), guampa (‘cuerno’), chango (‘muchacho’), imilla (‘muchacha’), turay (‘mi hermano’), puisca (‘huso’), pirca (‘pared de piedra’), simpa (‘trenza’), macharse (‘embriagarse’), chancar (‘golpear, machacar’), oqui (‘color de ceniza, gris’), juyera (‘desordenada’), cauca (‘crudo, mal cocido’) o chulla (‘desviado’).

El discurso oral y las variedades de contacto también son piezas constitutivas de Eisejuaz (Buenos Aires, Sudamericana, 1971), una novela de Sara Gallardo situada en el Chaco salteño. Eisejuaz (que en wichí significa ‘este también’) es el narrador y protagonista, que tiene una doble identidad, una doble lengua, una doble religión, un doble dios. En los papeles oficiales, se llama Lisandro Vega; es un indígena “mataco” que vive en una misión cristiana, aunque su versión animista del cristianismo incluye, sincréticamente, semillas alucinógenas, bautizos místicos de sitios o ángeles con nombres de animales. Su personalidad está convocada simultáneamente por un Dios y por una suerte de demonio, “el Malo”, que lo empujan a misiones nebulosas que le comunican a través de sueños o delirios. Esa naturaleza doble ha llevado a que algunos críticos describan a Eisejuaz como un psicótico, aunque más bien parece reflejar el íntimo desgarro de los indígenas adaptados al mundo blanco.

En nada se expresan mejor los dobleces y dobletes de Eisejuaz que en su lengua mestiza: hablante nativo de wichí, narra en español, pero su español está plagado de pequeñas asperezas, con palabras y, sobre todo, con estructuras sintácticas contrabandeadas de un ritmo muy poco indoeuropeo. Su relato alucinado sobre las misiones místicas que le son encomendadas se comunica, así, por medio de una lengua mestiza que produce continuamente oraciones agramaticales en español general. “Que llamar a los fuertes, a los mensajeros, a los demonios que se esconden tenía”: la extrañeza de sus ideas místicas se replica en la subversión del orden establecido, en la disposición de palabras en la oración. Tarde es doctor ya, tarde es, tarde es”, repetirá también como una letanía, infiltrando el énfasis de la lengua oral en la letra escrita. Igualmente enfática suena la acumulación de cuantificadores (“grandemente mucho”, “muy mucha lluvia”) o de palabras negativas, como en “y no tampoco nadie tuvo ganas de comer”, que subraya (y triplica) la apuesta de la negación.

Otra extrañeza surge de la contraposición de las personas gramaticales: el nosotros se diluye en un se pasivo, impersonal, a veces redundante: “No se cumplimos años los que nacemos en el monte” cristaliza una idea reiterada, la de huir de los números, las denominaciones geográficas, las instituciones occidentales. “No sé contar, pero soy de tus días. ¿Qué días tenés, ahora?”, se explicitará la ajenidad de los números y responderá Eisejuaz, subvirtiendo de nuevo la estructura gramatical del español: “Treinta y ocho de mi edad tengo”.

También advertimos alteraciones de tiempo y aspecto con respecto al español rioplatense usual, como en el uso extensivo del pretérito perfecto compuesto en narraciones que no tienen mayor relación con el presente: “Cuando he viajado en ómnibus a la ciudad de Orán, he mirado y he dicho”, o las repeticiones de ya en momentos dramáticos de la narración: “Ya abre su boca rota, ya se muere el alegre Guanslá” o “No lloremos ¿ya para qué llorar?”, una pregunta retórica resignada frente a la muerte y la derrota.

Los fenómenos gramaticales, léxicos y discursivos de Eisejuaz, lejos de ser inventados ex nihilo, están registrados también en los Cuentos y leyendas populares de la Argentina y pueden describirse como reglas alternativas de las gramáticas de contacto (cfr., por ejemplo, Alicia Avellana y Laura Kornfeld, “El español de la Argentina y el contacto con las lenguas indígenas” en Museo de la eterna de la lengua, Los Polvorines, UNGS, 2012). Sin embargo, al hacer que su narrador hable una lengua “impura” que recupera fenómenos característicos de las variedades de contacto, Gallardo no sigue (es evidente) una vocación documental o naturalista. La lengua de Eisejuaz es un compendio de las lenguas que cruzan el espacio del Chaco salteño y, al mismo tiempo, opera de forma no mimética: es un artefacto eficiente al servicio de la creación literaria. Así se concreta una formidable desnaturalización de la lengua, un extrañamiento experimental comparable al de otras grandes novelas americanas, como El sonido y la furia o Macunaíma.

En suma, estas dos mujeres supieron (por caminos muy distintos) develar las grietas por donde estalla la imaginaria uniformidad lingüística de una Argentina que suele (re)negar (de) su identidad indígena. Berta Vidal de Battini, aun con sus contradicciones, apuntó a la documentación científica de las variedades más desatendidas y minorizadas (entre ellas, las de contacto con las lenguas indígenas) y de los relatos populares que son parte de nuestro patrimonio cultural. En su extraña y magnífica novela, Sara Gallardo optó por la construcción de una lengua literaria mestiza que impregna un estilo y unos temas esencialmente americanos. Cada una en su terreno, esas obras singulares siguen incomodando las certezas de un país que se quiere armonioso “crisol” de razas, lenguas y culturas.

 

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