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La norma escolar argentina

María López García
SECRIT – CONICET - UBA

 

1. Hace poco más de una década, en una encuesta tomada a los hablantes porteños y bonaerenses sobre la lengua que hablan (cfr. Leonor y José Luis Moure, “Corrección lingüística, modelos e instituciones normativas: los hablantes de Buenos Aires opinan”, en C. Quiroga Salcedo [coord.], Hispanismo en la Argentina en los umbrales del siglo XXI, Universidad Nacional de San Juan, 2003) un encuestado nombró al idioma como “argentino o lunfardo” y adujo el motivo: “no se respeta ninguna norma ortográfica del idioma”. Su respuesta refleja una aglomeración de representaciones diversas, surgidas en distintos momentos de la historia de la lengua española en la Argentina, todas ellas asociadas con discursos sobre el desvío y la corrección. Y, por cierto, deja en evidencia (al igual que lo hacen otras respuestas como “[hablan mal] por los tonos, las pausas, los puntos, las comas”, o “porque no se saben las reglas de la gramática”) el resultado de años de exposición a la gramática escolar. Al parecer, la escuela les enseña a los hablantes nativos que hablan mal la lengua propia.

Como lo dejan en evidencia las respuestas de los hablantes, la pauta ortográfica es la forma visible y más inmediata que asume la norma. En efecto, el acceso a la escuela forja, a partir de las reglas ortográficas, el borramiento en la escritura de las marcas geográficas y sociales. Detrás del cuidado y la preocupación por la ortografía y la gramática escolar anida en los hablantes el deseo individual de pertenecer a la comunidad del estándar y el deseo común de mantener la unidad de la lengua.

La preocupación por preservar la unidad conservando los rasgos originales inafectados por el contacto representa una cualidad positiva en las operaciones atinentes a la lengua y es evocada por las políticas tendientes a contrarrestar el natural discurrir de la lengua española en los territorios. El discurso de la pureza funciona como reaseguro del ideal de cohesión en una nación mixturada, parte de un continente diverso, resultado de políticas de adiestramiento, matanza y repoblamiento. Además, este mito es herramienta de ciudadanización en tanto la búsqueda de la pureza protege a la lengua (y a los nacionales que la hablan) del cambio en el tiempo y en la extensión del territorio. Los maestros saben que es su función alinear las prácticas detrás de los instrumentos codificadores de la norma (el diccionario, la gramática, la ortografía) porque la escuela es la institución estatal que nacionaliza en la igualdad frente al “deber ser”. En ese sentido la norma escolar prescribe los usos hacia lo que se desea que sea el ciudadano/hablante. Para ello, delimita las características ejemplares de la lengua deseada, el estándar.

2. Los diccionarios canalizan el concepto de norma prescriptiva propia del ámbito escolar. En el caso argentino, el Diccionario Integral del español de la Argentina (DIEA, consulta 2015) explicita su relación con el concepto de estándar, es decir, su condición de instrumento glotopolítico:

 

norma 1 f Precepto, principio o regla que se toma como eje o guía de las acciones de una persona y que determina si lo que se dice o hace es correcto […] § 3 f Conjunto de preceptos, principios o reglas que rigen el uso de la variedad estándar de una lengua: las normas ortográficas.

 

Por su parte, el Diccionario de la lengua española (DRAE, consulta 2015) silencia tanto el ejercicio de quienes establecen los parámetros como la vara de preferencia que, en consonancia con la tradición académica, aparece asociada a los inasibles “usos cultos”:

 

“1. f. Regla que se debe seguir o a que se deben ajustar las conductas, tareas, actividades, etc. […] 4. f. Ling. Conjunto de criterios lingüísticos que regulan el uso considerado correcto. 5. f. Ling. Variante lingüística que se considera preferible por ser más culta.”

 

En todos los casos los significados acuden al concepto de corrección para definir la norma lingüística. Incluso lo hace la definición difuminada por “la máquina disciplinadora del panhispanismo” (como la llama Maite Celada): “se considera preferible por ser la más culta”. En este sentido, la norma ordena los usos hacia la permanencia, conjura el cambio pero, fundamentalmente, señala el desvío.

En las definiciones, y en la práctica tradicional de la escuela, la corrección gravita inseparablemente en torno del concepto de norma como un parámetro absoluto. Las formas lingüísticas que asume la adecuación a los géneros no logra escapar al control escolar que señala todo lo que se aparta de la lengua escrita en los instrumentos escolares. Eso concuerda, por ejemplo, con la percepción de los hablantes de que las malas palabras son rastros de apartamiento respecto de la norma, que podría afectar incluso al sistema (“las malas palabras arruinan el idioma”).

Y, si bien los argumentos de las gramáticas escolares están revestidos de la forma de lo científico, no dejan de funcionar para el hablante como prescripciones que extrapolan el concepto de norma lingüística para alcanzar la norma moral (con ese espíritu en los Diseños Curriculares de Buenos Aires se incluyen los contenidos vinculados con las variedades regionales en el apartado “Ámbito de la participación ciudadana”, p. 119). En la norma escolar se deposita la esperanza de la estabilidad de la lengua y también la imagen que el hablante proyecta sobre sí mismo no solamente en la pertenencia regional, sino en sus cualidades morales. Los hablantes manifiestan estas representaciones en respuestas como: “[hablan mal] porque no les interesa, no tienen inquietudes. A veces la formación no es lo determinante”; “[hablan bien] Por la manera de expresarse, algunos por estudios pero también un campesino, que no te dice ‘che, correte’, sino que te tratan con más respeto porque son muy creyentes.”; “La mayoría hablamos de forma despectiva, no nos importa nada, somos guarangos, acá hay demasiada libertad, avasallamos con todo bla, bla, bla”.

 

El Diccionario Panhispánico de Dudas (DPD), por su parte, no registra la entrada. Sí incluye una referencia en su Prólogo: “Es por ello la expresión culta formal la que constituye el español estándar: la lengua que todos empleamos, o aspiramos a emplear, cuando sentimos la necesidad de expresarnos con corrección. [...] Es, en definitiva, la que configura la norma, el código compartido que hace posible que hispanohablantes de muy distintas procedencias se entiendan sin dificultad.” (DPD: xiv. cursiva en el original).

Aquí la norma no refiere solamente al deseo de preservar la unidad y la permanencia a través del ejercicio de la corrección, sino que también alude al código compartido, la gramática de dominio inconsciente. En esta ambigüedad se sustentan los discursos prescriptivos académicos: superponer el saber gramatical con el saber epilingüístico (cfr. Sylvain Auroux, La filosofía del lenguaje, Buenos Aires, Docencia, 1998).

 

3. El concepto de norma ha sido objeto de cantidad de estudios que buscaron escardar el tejido de concepciones imbricadas en él. Luis Fernando Lara, en El concepto de norma en lingüística (El Colegio de México, 1976), rastrea los orígenes del carácter polisémico del término, que refiere tanto a las operaciones de monitoreo y control de los usos lingüísticos con el fin de limitar las infinitas posibilidades de un sistema dinámico, como a las normas resultantes de objetivar las “constantes” de los usos. La primera acepción es la que adoptan los diccionarios citados, a excepción del DPD, que solapa los dos modelos.

 

Los instrumentos escolares de transmisión de la norma colaboran con la ambigüedad del concepto. A los fines de suscribir al discurso de la diversidad y la integración, proyectan este sentido de norma “estadística” a la vez que abonan el concepto de norma escolar como patrón de corrección y se erigen en sus custodios. Probablemente, a este doble discurso se deban las molestias de los usuarios de las herramientas normativas ante ciertas decisiones. Los sonados casos de entradas sexistas, xenófobas o católicas en el DRAE fueron posibles bajo la cubierta de una norma “de uso mayoritario” con el que justificaron definiciones como “gitano”: “trapacero”; “gozar”: “conocer carnalmente a una mujer”; “fortaleza”: “fuerza y vigor. /En la doctrina cristiana, virtud cardinal que consiste en vencer el temor y huir de la temeridad”. Que luego podría convertirse en norma prescriptiva en mismo DRAE a la hora de presentar el voseo como un uso histórico, o de admitir el leísmo antietimológico castellano “Debido a su extensión entre hablantes cultos y escritores de prestigio” (DRAE, consulta 2015).

 

Y a pesar de que la escuela solo emplea el sentido prescriptivo de “norma”, incurre en una ambigüedad que compromete al concepto de gramática. Por una parte, si la gramática es la arquitectura teórica que intenta organizar los hechos del lenguaje, entonces el error gramatical queda del lado de la variedad, del uso creativo, y del error ortográfico. Es esta lógica la que explica que en las encuestas los hablantes sostuvieran que el que habla mal es el que “no sabe las reglas del idioma” o el que se aparta del ideal construido sobre el discurso de la unidad: “Las escuelas tienen que enseñar el castellano puro”, “[se habla peor en] Paraguay, se me hace una mezcla de idiomas, no es español puro”, “en lugares marginales del litoral, porque hay mezcla de culturas”, “en las villas, porque se mezclan hablas de distintos países”.

En la escuela el hablante aprende a nomenclar los hechos de su lengua y en ese proceso genera la representación de que el dominio del modelo teórico garantiza el buen desempeño lingüístico. El problema es que la gramática escolar trabaja con un corpus sintético y simplificado de lengua (que incluye los paradigmas verbales regulares y una selección de irregulares, las oraciones ajustadas a las reglas de la escritura, los pronombres dialectalmente desmarcados…). La escuela analiza casos ejemplares que le permiten sostener el modelo lingüístico que es lo que en realidad está enseñando; en esa operación convierte al uso del estudiante (y del maestro) en desvíos, en excepciones.

   

4. A fines del siglo XIX y comienzos del XX la asignatura, llamada “idioma nacional” en la Ley 1.420 (año 1884) y luego “lengua castellana”, anclaba en la función política que cumplía la unificación lingüística. Fue designada más tarde como “lengua y literatura”, cuando la puja por el control del espacio de la lengua y la delimitación disciplinar (que fue imponiendo sucesivos modelos teóricos con sus metodologías de trabajo) obligaron a deslindar el conocimiento de la gramática y la normativa respecto del canon literario.

A fines del siglo XX la Ley Federal de Educación 24.195 (año 1993) asoció la selección de contenidos comunes escolares con el concepto de “conocimientos previos” sobre los que basar un “aprendizaje significativo”, y atendió a los procesos de adquisición en lugar de apuntar hacia los resultados. Además, la creciente presencia de la enseñanza de español como lengua segunda y extranjera coincidió en el enfoque aportando metodologías vinculadas con la adquisición de macrohabilidades, que repercutieron en el desarrollo y la evalución de los procesos. Concordantemente, la asignatura se llamó “prácticas del lenguaje”.

Los Núcleos de Aprendizajes Prioritarios (NAP, del año 2005), documentos aún vigentes que centralizan los contenidos básicos que la escuela deberá transmitir a los estudiantes, coincidentemente con el enfoque por macrohabilidades, dividen el área de lengua en camos que continúan la decisión de separar lengua de literatura, y además distinguen las estrategias de reflexión y uso del sistema y la norma respecto de las prácticas englobadas en los apartados oralidad y escritura. Por otra parte, la interpretación que reciben los conceptos de “sistema” y “uso” del último apartado, o bien redundan respecto de los campos “oralidad” y “escritura”, o bien contribuyen deslindar los usos “estadísticos”, de los usos deseados. Finalmente, en coincidencia con las representaciones de los hablantes, el concepto de norma escolar se desagrega en los NAP como metalenguaje y ortografía.

Por último, destacamos el espacio destinado en los NAP a la presencia de las variedades en el campo de la norma. Mientras que en catorce palabras de expresa la atención al paisaje lingüístico de la comunidad (“El reconocimiento de las lenguas y variedades lingüísticas que se hablan en la comunidad”, NAP, 33), se destinan cuatrocientas palabras a detallar pautas normativas que, si bien atañen a todos los usos e impactan directamente sobre todas las prácticas del lenguaje, se presentan como un compartimento estanco, válido en sí mismo, independiente del concepto de adecuación.

 

La reflexión a través de la identificación, con ayuda del docente, de unidades y relaciones gramaticales y textuales distintivas de los textos leídos y producidos en el año, lo que supone reconocer y emplear: - formas de organización textual y propósitos de los textos; - el párrafo como una unidad del texto; - la oración como una unidad que tiene estructura interna; - sustantivos, adjetivos y verbos: aspecto semántico y algunos aspectos de su morfología flexiva: género, número, tiempo (presente, pasado y futuro); - distinción entre sustantivos comunes y propios

[…]

El conocimiento de la ortografía correspondiente al vocabulario de uso, de reglas ortográficas (tildación y uso de letras) y de algunos signos de puntuación , lo que supone reconocer y emplear (NAP: 33-34).

A buena distancia de la Ley 26.206, que alienta el trabajo sobre las variedades, los NAP entienden que la norma corresponde al trabajo teórico/disciplinar, y que las variedades y las lenguas no españolas son parte del color local que debe ser solamente valorado y respetado. Mientras tanto, los deslizamientos terminológicos que ocurren en la escuela en relación con la norma y la gramática imprimen en el hablante nativo, a lo largo del proceso de apropiación metalingüística, la idea de que es posible hablar “mal” la lengua propia.

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