Img de fondo: Stelarc, Third Arm,
1980-1998. Fuente: The University of Warwick Media Library.
Ya nadie se sorprende demasiado cuando, en ficciones del más variado tipo, algún trozo de metal, cables o engranajes, asoman bajo un trozo de piel recién cortada. Ni resultan excesivamente llamativos para los habitantes de las ciudades, los miembros de tribus urbanas con piercings, implantes metálicos u otros aditamentos. Los lenguajes de la performance, el video-arte, el cine, el objeto, ofrecen incontables ejemplos sobre el diálogo entre lo mecánico y lo biológico, mientras las páginas de actualidad nos comentan variados avances de la medicina que permiten la inserción de un mecanismo –válvula, chip u otros-, para corregir deficiencias y ampliar posibilidades de percepción y capacidades motoras. Todavía en 2001, para el estreno de Inteligencia artificial (1) de Steven Spielberg, la secuencia inicial, con las imágenes de la cabeza de una androide abriéndose para mostrar un interior mecanizado, produjeron en las plateas. Hoy, ya no sería lo mismo. El vínculo entre cuerpo y máquina parece haberse “naturalizado”, valga la paradoja, al punto de que estamos perdiendo la capacidad de preguntarnos frente a lo que implica: ni más ni menos que una redefinición antropológica, cuyos orígenes son ya muy viejos, y cuyas consecuencias apenas podemos prever.
Efectivamente, este vínculo arranca de la llamada modernidad clásica, y no ha dejado de desarrollarse y reformularse desde entonces. Ya en el siglo XVII, Descartes había postulado el cuerpo del hombre y del animal como máquinas biológicas. Dicha postulación aparecía en El tratado del hombre (2), texto de edición póstuma, no preparado por el autor para su publicación, y que bien pudiera ser el capítulo XVIII del tampoco publicado Tratado del mundo (3). Más allá del carácter provisional del Tratado, allí la homologación entre máquina y organismo vivo se desarrollaba de modo pleno: “Supongo que el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios forma con el propósito de hacerla tan semejante a nosotros como sea posible (…)” (4). La respiración, la circulación, el proceso digestivo, y todo movimiento del cuerpo, en suma, se explicaban de acuerdo a modelos mecanicistas tomados de dos ciencias heredadas de la antigüedad, la Hidráulica y la Pneumática que, en sus días, se venían aplicando a la construcción efectiva de autómatas del más variado tipo: fuentes musicales y figuras mecánicas capaces de caminar, ejecutar una danza, escribir una carta, tocar una melodía. Casi con naturalidad, el modelo cartesiano se apropiaba de estos desarrollos para revertir sobre el cuerpo, transformado en una máquina más, reservando para el lenguaje y la posesión de un alma el estatuto de verdaderamente humano y su primacía sobre las meras máquinas biológicas, los animales.
Pero, apenas un siglo después, una nueva voz da un zarpazo a estas certezas, de modo revulsivo y, ciertamente, escandaloso: en 1748, el médico francés Julien Offray de La Mettrie (5), publica L'homme machine, libro donde lo humano aparece homologado a la máquina y fuertemente emparentado con lo animal. El privilegio de la humanidad, asentado en la posesión de un alma, queda borrado frente a su base material. El alma es tratada desde una óptica puramente materialista: el hombre es una máquina biológica extremadamente compleja, cuya “imaginación se cierra junto con las vísceras”. Un gran carácter, o uno mediocre, dependen de los humores, la alimentación, el clima, el sueño. La Mettrie subraya los paralelos entre el cerebro humano y el de los cuadrúpedos, reconociéndole al primero sólo mayor masa comparativa y mayor sinuosidad. Y propone que la posesión del lenguaje no es privilegio de nuestra especie, sino una adquisición que podríamos compartir con animales de cerebro suficientemente evolucionado.
El colofón inevitable de semejantes planteos no podía ser otro que la borradura de las diferencias, la biologización imaginaria de la máquina. Más allá de la inevitable condena eclesiástica que acompañó a estos planteos, la definición antropológica por excelencia, aquella que consagraba al hombre como “animal racional” -o sus derivas en “animal que posee un alma”, o “animal que posee lenguaje”-, quedan definitivamente subvertidas. No sólo puestas en cuestión, sino vulneradas en su papel, propio de todo aquello que llamamos “definición”, de señalar un género próximo y una diferencia específica. Si somos al mismo tiempo, y en igual medida, animal y máquina, ¿cuál es el conjunto que nos contiene y qué nos diferencia dentro del conjunto? En los albores de la civilización de las máquinas, aún antes de vernos rodeados por ellas, su sola presencia inicial cuestiona el lugar de la especie en la jerarquía del mundo.
Pero, además de tensar la definición antropológica, estos devenires tuvieron la consecuencia de provocar un tránsito imaginario entre los diferentes términos. Las categorías desestabilizadas se intersectaron una y otra vez en infinidad de producciones, ante todo literarias. Mediatizado por la imaginación romántica del siglo XIX, este desarrollo vino a recalar en las artes del siglo XX y, muy especialmente, en la poética de las vanguardias en general, y en la del cine en particular. El cine, arte que depende de un mecanismo, es la herramienta que parece lograr la máxima verosimilitud de reproducción de la vida. Como bien sabemos desde Nöel Burch (6), su propia génesis fue alumbrada como “ilusión frankensteiniana” (7). Y la pantalla vino a encarnar, en muchos relatos, la reproducción y captura de la vida misma.
Uno de los casos tempranos es la película Las manos de Orlac (Orlacs Hände) (8), filmado en 1924 por Robert Wiene (1873-1938), el famoso director de El gabinete del Dr. Caligari (9). El film narra las desdichas de un pianista que, tras un accidente ferroviario, pierde sus manos; éstas le son reemplazadas por las de un asesino, Vasseur, que acaba de ser ejecutado en la guillotina. Un conjunto de indicios lo convence de que sus manos actúan con vida propia y cometen crímenes por su cuenta. El asesinato de su padre, de cuya fortuna es beneficiario, lo pone al borde de la cárcel: las huellas allí encontradas son las del ajusticiado cuyas manos lleva. Finalmente se descubrirá que todo es una superchería del infame Nera, un asesino y extorsionador.
El punto culminante es la escena del enfrentamiento entre Orlac y el chantajista Nera, en una taberna penumbrosa. Éste se presenta tocado con sombrero y embozado por una capa que le oculta los brazos. Exige un millón a cambio de silencio frente a la muerte del padre. Cuando Orlac le pregunta para qué quiere el dinero, responde: “Para mis manos”, y saca de bajo la capa un par de brazos ortopédicos, movidos mediante un mecanismo. Acto seguido manifiesta ser el condenado Vasseur, verdadero dueño de las manos que Orlac lleva. Cuando éste, horrorizado, responde que es imposible, ya que Vasseur ha muerto decapitado, el personaje responde: “Lo que el doctor Serral hizo con mis manos, su ayudante lo ha hecho con mi cabeza”, al tiempo que descubre una cicatriz de lado a lado del cuello.
Más allá de la posterior resolución del conflicto por vía de lo racional –Nera ha implantado huellas falsas tomadas con unos guantes de goma; sus brazos sanos se esconden, intactos, bajo el mecanismo; la cicatriz es un truco teatral-, Las manos de Orlac, con varios años de antelación a la formulación decisiva que fue Frankenstein (1931) de James Whale (10), presta imágenes muy potentes a la idea del cuerpo recompuesto por piezas intercambiables y a la idea de la hibridación de maquinaria y organismo. Estas imágenes, potenciadas por el cine, venían alumbrando desde la década de 1910 en la literatura de vanguardia y dando pie a diversas formulaciones de la plástica (11).
Pero, si en la primera mitad del siglo XX pueden encontrarse algunos ejemplos señalados como el que se acaba de mencionar, es naturalmente en la segunda cuando imágenes y textos despliegan una hibridación sin precedentes, mixtura donde los cuerpos y las especies migran sin descanso. Las máquinas se acoplan a los cuerpos ficcionalmente en las pantallas, o realmente en ejemplos del body art ya canónicos, como el paradigmático Stelarc (12). Y el término “especie” no es aquí un exceso, ya que es común que estas figuras de ficción aparezcan reclamando el estatuto de especie nueva, con derechos que alcanzar. O, por otra parte, el producto de la mutación, de la mezcla, aparece también como otra especie, “transhumana”, más que humana, o post-humana. Las novelas de la saga de Arthur Clarke (13) relativa a 2001: Odisea del espacio (14) son un buen ejemplo de esta transformación: cierran el ciclo de un personaje protagónico de la primera –Heywood Floyd-, con su unión a la máquina desconectada, Hal 9000. Lo mismo sucede con el interminable ciclo en que Isaac Asimov (15) desarrolla los avatares de su Imperio galáctico y los robots: al final, también en este caso, la salvación de la humanidad agotada, es por su unión con los autómatas, en la creación de una especie nueva. Si esto sucede en la llamada “pseudo literatura”, otro tanto puede señalarse en la que no dudaríamos en llamar “pseudo ciencia”: ni el premio del MIT por invención tecnológica, ganado por Ray Kurzweil (16), ni sus realizaciones como creador de programas de computación de reconocimiento óptico de textos y de reconocimiento de voz, de simuladores de aplicación médica, de modelos de ayuda en discapacidades del aprendizaje, de nano-tecnología, parecen justificar su tajante afirmación de que:
"El inevitable paso siguiente es una fusión de la especie que inventa la tecnología y la tecnología computacional cuya creación ella misma inició. En esta fase de la evolución de la inteligencia en un planeta, los ordenadores se basan al menos en parte en los diseños de los cerebros (es decir, órganos computacionales) de la especie que fuera su creadora originaria y terminan por integrarse a su vez, en los cuerpos y los cerebros de la especie." (17)
Esta afirmación, por sí sola, no sería tan controversial, si no estuviera acompañada por la predicción de que, inexorablemente, la fusión de hombres y máquinas acabará superando a la materia y la entropía del universo, en una suerte de realización en el superior plano del espíritu. Predice, para 2099: “La mayoría de las entidades conscientes no tiene presencia física permanente.” (18)
Semejante formulación de “ciencia ficción” no declarada, va pareja de cantidad de ejemplos propios de este género en la literatura y el cine, en abundancia abrumadora: versiones y re-elaboraciones que transitan, como en una espiral sinfín y con el impulso propio del contar mítico, por los términos en pugna. Ambas versiones de Stepford Wives, la saga Terminator, algunos aspectos de la saga Alien, por sólo citar casos cinematográficos muy conocidos, junto a las producciones menos populares de autores tan inquietantes como Cordwainer Smith (19) o Stanislaw Lem (20) en literatura.
Pero, se trate de postulados presentados como ficcionales o no, verosímiles o no, el caso es que desde las más variadas perspectivas, desde los rincones más vastos del espectro cultural, se asiste a la instalación de un tránsito de lo humano hacia la máquina, de la que la figura del cyborg es la cifra, y la perspectiva de género, una de las más fecundas y exploradas. (21)
Junto a estas cuestiones de género, aparece una instancia más, que vuelve a perturbar este trans desde el extremo opuesto de los términos en conflicto. Porque si la presencia de la máquina disolvió, o tal vez, más justamente, permitió pensar los límites entre máquina y humano en relación con lo animal, la contrapartida vino por la confrontación con este último. La novela clave que sirvió de base a la película Blade Runner (Riddley Scott, 1982) fue, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip Dick (22). Allí se exasperaba la tensión entre los términos hombre-máquina-animal: la empatía por los animales marcaba la diferencia con los seres artificiales. En la distopía dickiana, se es verdaderamente humano si se cuida a un animal; se es androide –o replicante-, si se muestra indiferencia hacia los animales. Este es tan solo un ejemplo de un desarrollo muy actual, que coloca la cercanía del animal como garantía de lo biológico, frente a la frialdad sensitiva y emocional de lo mecánico que nos amenaza (23). Ha escrito Nicolás Rosa:
"La atracción por el animal, ¿es un recuerdo del origen de la especie, una floración quimérica (la Quimera, la Esfinge, animales controversiales), o la contundencia histórica que vuelve por sus fueros para dictaminar el ancestro animal del que provenimos?". (24)
Sin embargo, a este acercamiento al animal, por el lado de lo natural/ mítico, el arte no duda en responder, retensando el círculo en una nueva espiral: lo mecánico/mítico. Por caso ejemplar, la reciente exposición Taxonomía (25) del GAE (Grupo de Artes Electrónicas de la Universidad Nacional de Tres de Febrero) en la Galería ArtexArte, durante marzo-abril de 2012, presentó una serie de “animales” mecánicos con pantallas embebidas (26). Apropiándose del dispositivo que, por excelencia, se vincula con la formulación de la vida artificial, se proponen en estos objetos, quirópteros, octópodos, también el axolótl, en cita de Cortázar, Sísifo, una nueva imbricación de lo mecánico-animal-visual.
La espiral continuará girando, levi-straussianamente, hasta que “se agote el impulso intelectual que la origina” (27): fin que no parece estar a la vista ni amenaza resolverse, más bien parece agudizarse.
Las referencias 1-4, 7-8, 10, 13, 16-17, 20, 22, 23-26 son las propuestas por la autora.
Bibliografía
ARACIL, Alfredo. Juego y artificio. Autómatas y otras ficciones en la cultura del Renacimiento a la Ilustración. Madrid: Cátedra, 1998.
CHAZAL, Gérard. Le mirroir automate: introduction à une philosophie de l'informatique. París: Editions Champ Vallon, 1995.
DESCARTES, René. El tratado del hombre. Madrid: Alianza, 1990. Trad. Guillermo Quintás.
HARAWAY, Donna J. Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra, 1995. Trad. Manuel Talens.
LA METTRIE, Julien Offray de. El hombre máquina. Buenos Aires: Eudeba, 1962. Trad. Ángel J. Cappeletti.
LEVI-STRAUSS, Claude. Antropología Estructural. Buenos Aires: EUDEBA, 1977. Trad. Eliseo Verón.
ROSA, Nicolás. Relatos críticos: cosas animales discursos. Buenos Aires: Santiago Arcos, 2006.
SANCHEZ BIOSCA, Vicente. Sombras de Weimar. Contribución a la historia del cine alemán, 1918-1933. Madrid: Verdoux, 1990.